Sordera
Recuerdo una
película de Querejeta, ambientada en un barrio popular de Madrid, protagonizada
por una familia disfuncional y con apuros económicos. Eran finales de los
noventa y los problemas que sufría esa familia parecían ser un mal menor de la
España del momento. Las grúas se alzaban en los skylines como símbolo de la recuperación
de la crisis anterior, banderas del progreso. La inmigración era una señal de buena
salud y nos permitíamos el ir dando por el mundo lecciones de transición y de
democracia.
Si la familia de aquella película
conservara hoy en día el estatus que tenía entonces su ventaja comparativa con
el resto de el país sería mejor y su situación no sería tan mala. Pero
Querejeta esto no lo sabía, como tampoco lo sabía esa generación que corrió
delante de la policía en los setenta y que ayer se patearon Madrid con sus
pensiones a cuestas y la pensión en el bolsillo.
Esa generación ha cocinado un
Estado al que alguien le subió la temperatura del horno en cuanto se dieron la
vuelta. Les ha dado como resultado algo raro: no es el resultado esperado y los
ingredientes están tan batidos que resulta ya imposible diferenciarlos los unos
de los otros, reconstruirlos, volver a ponerlos en orden y vigilar una vez más
la receta para que nadie adultere el dulce final. Y ayer, abochornados porque sus
nietos no pueden comer tal y cómo venía en el libro de cocina se lanzaron a la
calle, enfadados, mordaces, pacíficos y bien organizados. Irreprochables. Los
de arriba le deben a ellos el haber ascendido y se les ha olvidado. Multitud de
familias, como aquella de Querejeta, tienen a gente así, porque en aquella
familia había otro personaje supuestamente sordo –el abuelo- del que no sabemos
si se acaba de enterar muy bien de lo que pasaba. Pues resulta que sí se
enteraba. Y que los sordos eran otros.
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