miércoles, 26 de junio de 2013

Masterchef: Solomillo al salvapatrias.

Logotipo del exitoso programa
Parafraseando a uno de nuestros novelistas diré que yo no he querido sentarme delante de la televisión, pero me he sentado. Lo he hecho para ver –como antaño- en la primera de Televisión Española un programa de cocina que ha conseguido lo que consigue el reloj de la puerta del sol en nochevieja: que los españolitos hagamos por una vez algo a la vez. Todos a una nos maravillamos entorno a los platos, como era moda hace tiempo cuando proliferaban los programas en los que se cocinaba en directo durante aquel tiempo en el que éramos lo que no éramos. Esas noches de MasterChef me pregunto por qué nos quedamos mirándolo hipnotizados al observar todo el proceso culinario.
La verdad es que el español medio está acostumbrado a realizar ese lanzamiento de filete a dos metros de la sartén para que la carne –aún no descongelada del todo y sacada de la rigidez del hielo en precario microondas- no nos salpique en el chisporroteo resultante del contacto del agua con el aceite. Cocina de supervivencia cuyo único resultado será no rodar desmayado al salir del trabajo o de la cola del paro. En ese aspecto no somos identificables con los concursantes del programa. Me pregunto entonces si el secreto es el sentirnos igualados con los participantes respecto a la presión que experimentan cada vez que cocinan: ellos flambeando una tarta tatin, nosotros empanando el filete, ellos trabajando la reducción justa de una salsa, nosotros abriendo el bote de Solís procurando que no ensucie, oliéndolo por si está caducado. Creo que tampoco: no es lo mismo. Los elementos que utilizan para cocinar tampoco son equiparables: del horno con pirólisis al que permanece en la cocina tras dos reformas de ésta, de la sartén de teflón a la que tiene el mango suelto. Hay otra cosa que podría ponernos al mismo nivel, y es que siempre hay que fregar: la parte más humana de la cocina, pero lo humano en la televisión o existe o no aparece, y por supuesto dudo mucho que los concursantes le den al estropajo después de ponerle delante un plato a Arzak.

El programa es un formato importado de televisiones extranjeras: ya ha sido un éxito en lugares como Reino Unido ¿por qué en España tiene, si cabe, más éxito? El programa consiste en ver todo el proceso culinario, hecho por lo general con muchas prisas, en admirar su presentación y en ver como el jurado (tres chefs) lo degustan, alguno de ellos con una mala educación alarmante. Comentamos lo apresurado del proceso, los fallos de los concursantes, aportamos brillantes datos de cómo hubiéramos quitado la grasa a determinado pato o cómo habríamos dado gracia a los guisantes, discutimos sobre si el plato de fulano tiene más sabor que el de mengano. Y se nos olvida que nos ha faltado lo fundamental, el único objetivo de la cocina, a lo que se reduce todo.¿Cómo comentar ese solomillo Wellington? ¿Ese risotto? ¿a cuento de qué nos apasionamos comentando la calidad de esa lubina? ¿Por qué lo hacemos si nos falta la verdadera meta de la cocina que no es sino comer el plato o al menos probarlo? El secreto de MasterChef es el mismo que el de los salvapatrias que tanto abundan en estas épocas: hacernos opinar de lo que no sabemos.
Enrique Llamas
@enriquegllamas

lunes, 3 de junio de 2013

Niebla

Don Miguel de Unamuno
Sería injusto decir que como un humano lloraba Orfeo la muerte de Augusto Pérez,  aunque así lo hiciera. Sería injusto porque Orfeo era perro en su más inmensa perritud, un perro de cuatro patas, un ser canino al que don Miguel de Unamuno otorgó –como Dios que sueña- la escucha más humana y la capacidad más honda del dolor, que no es otra más que llorar en el momento mismo de la muerte, cuando aún no te ha dado tiempo a experimentar la ausencia.
Augusto Pérez había querido suicidarse, por eso fue a ver a don Miguel a Salamanca, pero don Miguel –a quién debía la vida- no se lo consintió aunque tuviera pensada para él la muerte en alguna otra forma. Quizá tanta desesperación impidió a Augusto ver que Orfeo le había escuchado constantemente, que le había entendido.”¿Me entenderás? –me decía- Y, sí, yo le entendía” se lamenta Orfeo ante el cuerpo inerte, blanco, de su dueño.
Así, con esa hondura, nos lamentábamos unos cuantos ante las entrevistas a los expresidentes del gobierno, cadáveres inservibles incluso para participar del mundo de la carroña. Como humanos que somos –pensarán ellos que injustamente, porque creen que nos han soñado- los miramos, con las manos apretadas y sudorosas.

En ese momento, frente a sus autoexequias, entramos en particular monólogo interior : nosotros les escuchábamos y hubo un tiempo en que a algunos les creímos ¿me creerás? –nos preguntaban- Y, sí, nosotros les creíamos, mientras ellos nos hablaban hablándose y hablaban, hablaban, hablaban. Ellos, al hablarse así hablándose, hablaban a los perros que había en ellos. Nosotros mantuvimos despiertos su cinismo. ¡Qué hombrada nos han hecho! ¡Qué mujerada! ¡Se han creído, como Augusto Pérez, que tenían voluntad! ¡Si somos nosotros los que los soñamos! ¡No son más que personajes rebelados que quieren acabar con su autor! Y no, no, la literatura no es así ¡no nos sueñan ellos sino al revés y eso se nos ha olvidado! Ellos tienen que volver a casa de don Miguel a preguntarle si podían cometer este asesinato y el que han cometido contra ellos mismos, y nosotros les hubiéramos dicho que no, que como dioses pensantes no se lo consentimos, que eso nunca, que van a morir, como humanos que son, y que su muerte llegará cuando dejemos de soñarles.

Enrique Llamas
@enriquegllamas