jueves, 21 de enero de 2010

Drama King

A la gente nos va el drama.

Por eso nos encanta ver (aunque lo neguemos) las portadas de los periódicos acaparadas por las fotografías del desastre de Haití o, más bien, de lo que era Haití. También nos encanta donar dinero a las oenegés que están atendiendo los escombros físicos y a los supervivientes del otro lado del Atlántico. Nos pone llevarnos las manos a la cabeza para decir que Estados Unidos ha copado el aeropuerto de Puerto Príncipe, en una misión que realmente le correspondería a la ONU. Pero bueno, realmente la ONU es Estados Unidos.

Nos encantó el drama en 2003, cuando Bush invadió Irak, nos encantaron las manifestaciones (justísimas) de No a la Guerra. Nos encantó el drama de José Couso y de Anguita (cuyo padre no dudó en hacer apología de la tercera República española en un comunicado que leyó por teléfono escasos minutos después de conocer la muerte de su hijo). Y así seguimos, disfrutando con los Tsunamis, terremotos, lluvias torrenciales y dramas varios.

Y en medio de tanto drama olvidamos los que son más cotidianos. Las consecuencias de la guerras en Sierra Leona, que son el pan de de cada día de casi seis millones de habitantes. La pobreza extrema de la India ,1.166 millones de personas, y aquí comiendo palomitas delante de la televisión e indignándonos (unos menos que otros) cuando nos dimos cuenta de la situación de ese país gracias a Esperanza Aguirre, que tuvo que volver (pobrecita) en tacones con calcetines. Olvidamos también la situación de Congo, los suicidios de los países nórdicos, los chinos que no tienen una democracia, la explotación infantil y cada uno que aporte más ejemplos porque haberlos, haylos.

Dentro de dos meses la muerte en Haití ( y lo que es peor: la vida de los supervivientes) empezará a desaparecer de los periódicos, dejará de ser excepcional, será el drama suyo de cada día. Y nos dará igual. Porque también nos ha dado igual hasta ahora que Haití fuera el país menos desarrollado de América. Nos ha dado igual que tuviera antes del terremoto una esperanza de vida de 52 años. Nos ha dado igual que solo uno de cada cincuenta ciudadanos tuviera sueldo.

Quizá lo mejor que le puede pasar a un país así, es un drama. Para que empecemos a mirar a ellos. Y eso, es culpa nuestra.

miércoles, 6 de enero de 2010

Olor a Oriente (La envidia)

En ocasiones a uno le duele el dedo pulgar de la mano derecha por darle a la barra del espacio, o quizá el meñique de la izquierda por pulsar la tecla de las mayúsculas. Es entonces cuando no se sabe cómo hacer un artículo sobre algo que le parece tan claro.
Durante estos días ha sido habitual ver a padres, abuelos, adultos en general (adultos, ese mundo de gigantes) llevando paquetes envueltos en papel brillante. En alguna ocasión a uno le da por pensar:
-Qué paquete más grande, qué contento se va a poner el niño.
Y así, cuando se apagan por fin las luces de los árboles, cuando los belenes se recogen y se acaban los turrones uno piensa que se necesita creer en algo cuando vas corriendo a comprar levadura y la cajera del super te dice:
-Esto de la navidad, menuda estupidez… si no fuera por los niños.
Y estupidez resuena con la dureza de la erre la explosión de la t y la dureza de la p para acabar reptando, arrastrándose con la z. Uno necesita creer en algo cuando oye ese “si no fuera por los niños”… Uno necesita creer en algo porque desde pequeños nos quitan la ilusión de los reyes magos. Aquellas tres personas que de pequeños se acordaban de todos los niños del mundo y que te traían regalos a tu casa (a la tuya, y bebían y tomaban la leche y mordisqueaban los polvorones y te dejaban una nota de “gracias por los dulces que nos has preparado”), esos reyes que mal que bien acertaban y que colocaban los paquetes debajo del árbol.
Uno necesita creer que esos paquetes tenían una especie de polvo dorado encima, que olían al frío de la noche anterior, que entre los pliegues tenían arena del desierto. A mí, aquellos paquetes me olían a Oriente.
Y uno necesita creer, que hay alguien que me ayuda ahora a envolver los regalos que he comprado para los demás, alguien que me va a ayudar a colocarlos ahora en el salón (ya no ponemos árbol), porque ahora es uno el que envuelve las cosas en papel que ha comprado ayer a la carrera y que no huele a Oriente.
Uno necesita creer en los niños (seres diminutos) que duermen en sus camas y que mañana se despertarán y pensarán que los paquetes huelen a Oriente.
Y me da envidia, porque a mí me duelen los dedos para escribir algo que tengo claro y que no sé cómo plasmar, y mañana ellos, pensarán que los reyes han comido las pastas que le han dejado preparadas.
Me da envidia, porque no necesitan creer. Ya creen.