jueves, 15 de noviembre de 2012

Sordera


Recuerdo una película de Querejeta, ambientada en un barrio popular de Madrid, protagonizada por una familia disfuncional y con apuros económicos. Eran finales de los noventa y los problemas que sufría esa familia parecían ser un mal menor de la España del momento. Las grúas se alzaban en los skylines como símbolo de la recuperación de la crisis anterior, banderas del progreso. La inmigración era una señal de buena salud y nos permitíamos el ir dando por el mundo lecciones de transición y de democracia.
Si la familia de aquella película conservara hoy en día el estatus que tenía entonces su ventaja comparativa con el resto de el país sería mejor y su situación no sería tan mala. Pero Querejeta esto no lo sabía, como tampoco lo sabía esa generación que corrió delante de la policía en los setenta y que ayer se patearon Madrid con sus pensiones a cuestas y la pensión en el bolsillo.
Esa generación ha cocinado un Estado al que alguien le subió la temperatura del horno en cuanto se dieron la vuelta. Les ha dado como resultado algo raro: no es el resultado esperado y los ingredientes están tan batidos que resulta ya imposible diferenciarlos los unos de los otros, reconstruirlos, volver a ponerlos en orden y vigilar una vez más la receta para que nadie adultere el dulce final. Y ayer, abochornados porque sus nietos no pueden comer tal y cómo venía en el libro de cocina se lanzaron a la calle, enfadados, mordaces, pacíficos y bien organizados. Irreprochables. Los de arriba le deben a ellos el haber ascendido y se les ha olvidado. Multitud de familias, como aquella de Querejeta, tienen a gente así, porque en aquella familia había otro personaje supuestamente sordo –el abuelo- del que no sabemos si se acaba de enterar muy bien de lo que pasaba. Pues resulta que sí se enteraba. Y que los sordos eran otros.