miércoles, 21 de marzo de 2012

Comida recalentada

Ayer, en la cola que hago todos los días para llegar al microondas y calentar el Tupper, me di cuenta de algo terrorífico. Entiéndanme, para espíritus sensibles como el mío el hecho de estar en la cola del micro te hace más mortal que cuando vas al baño, y eso duele. Pero a lo que vamos, estaba yo huyendo de lo burdo cual Dafne de Apolo cuando veo que el que tengo delante lleva el mismo abrigo que yo. Eso no es precisamente pureza intacta. Allí estaba mi abrigo de aviador, que me hace parecer recién salido de una película de Lubischt, que me lo pongo con las gafas a juego y te dan ganas hasta de subirte al EnolaGay. Me quité el abrigo, claro, a ver por dónde iba a venir tanta falta de originalidad, quita quita.

Me consolé pensando que mucha personalidad me dan las gafas y que son inconfundibles, no las ha tenido nadie. Bueno, las tenía Valle Inclán, las tenía Le Corbusier, las tenía Castelao, Harry Potter, Shostakovich, Azaña, John Ford o Quevedo. Me quité las gafas, en otro arrebato por afianzar mi carácter. Aguanté muy digno los dos primeros minutos, pero luego me di cuenta de que no era capaz de llegar al microondas y lo que es peor, de ver si los demás tenían un jersey como el mío. Así que resignado a ser uno más me puse las gafas “aunque sea para calentar la comida y no meterla en la fuentecilla de agua que, dicho sea de paso, está bastante guarra” me dije cuando recuperé los ojos.

Calenté mi comida, que era pasta, como el vulgar mortal de delante, como el vulgar mortal de detrás. Me senté en una silla desvencijada, como el resto de humanos del lugar, y comí con un tenedor de plástico, porque si me traigo los de metal de casa corro el riesgo de que el cubierto acabe en el mismo lugar que mis calcetines desparejados. Horroroso, me digo, soy igual que todos, menos mal que al menos, de momento, no se me cae el pelo. Acabo de comer y pienso que, por si todo esto fuera poco, encima ahora oleré a la sardina frita que había de menú. Como todos. A punto de meter la cabeza en el horno a lo Sylvia Plath o hacerme el harakiri como Mishima, me digo que prefiero morir de glamour, como Isadora Duncan, que al menos consiguió que nadie volviera a llevar fulares tan largos.

Como decía ayer, que siempre ha habido clases, el fular de la Duncan seguro que no era de Zara, como mi abrigo. Abrigos a Amancio ni uno más. Que luego pasa lo que pasa, que uno se pone trascendente cuando lo único que quiere es calentar la comida.