domingo, 22 de diciembre de 2013

Noruega


Nunca he tenido claro el límite que separa una mente abierta de la falta de personalidad, no alcanzo a ver la delgada línea que divide los territorios de los anchos de miras de aquellos que acaban haciendo siempre lo que corresponde a otros. No me gustan aquellas personas cerriles que cuando cambian de ciudad vuelven como si no hubieran vivido en ellas: parece que han recorrido sólo la calle que les lleva de su casa al trabajo, o a la universidad, sin haberse salido un centímetro de la acera. No sé para que se han ido. Tampoco soporto a aquellos que, al volver a su pueblo de origen, lo hacen completamente cambiados, mirando por encima del hombro, olvidados del lugar en el que crecieron, de la ropa que vestían antes, cargados de expresiones que no pronunciaban y mirando fotografías viejas con el gesto torcido.
En ocasiones es muy fácil colocar a los emigrados (de ciudad o país) en uno de estos dos grupos, pero muchas otras veces los que nos hemos ido reconocemos en nosotros mismos  permeabilidades al lado de bastiones del tiempo pasado. Nunca sabemos hasta dónde nos hemos dejado comer terreno o si es que simplemente lo hemos abonado mejor. Tampoco cuánto hemos renunciado a nosotros mismos o si lo que hemos hecho ha sido encontrarnos, reconocernos en otros usos. Este pensamiento nos asalta de vez en cuando y, puliéndolo, llegamos a la conclusión de que nos hemos hecho mejores, más reconocibles en las cosas que vamos cogiendo de aquí y de allá, de viajes, amistades, libros que no hubiéramos leído en otros lugares, trabajos que no imaginamos, costumbres que antes pensábamos no asumir… dirán que no tenemos personalidad y que otros barrios nos han cambiado, y yo pienso “algunos barrios, no todos”
Uno se puede ir, y con un poco de inteligencia también se puede hacer a sí mismo.
Los arrebatos nacionalistas de los salvapatrias intentan llevar a la población por lugares comunes de fácil tránsito, en un arrebato en el que se finge evitar evacuar el barco que hace aguas. Nos dicen que lo de aquí es lo mejor, lo más válido, aquí hemos nacido y somos irresolublemente así. Lo único que consiguen estos redentores es cerrar las compuertas de las miras, que nos regodeemos en aquello que puede estar mal o no, pero que no nos va a sacar de la desastrosa situación de nuestro país. Refugiarse en que en aquí se cocina para tres y comen quince es asumir que no vamos a ponernos a cocinar para quince, celebrar que somos los que más aguantamos de fiesta es un orgullo macho y primario.
Se trata de la ceremonia de imposición de una venda que nos permite vivir en la feliz ignorancia del no saber, o no querer saber, qué ocurre. Esta venda nos permitiría ser como ellos, como los que mandan, como los que intentan imponer una ley que no va a evitar que se pare de producir lo que ellos consideran asesinatos. Porque se producirán exactamente los mismos pero en peores condiciones, o en ese de pronto repudiado extranjero. Me pregunto si con alegría también pretenden que asumamos la moral que propugnan. Quizá la forma de evitar estos supuestos asesinatos sería atacando el problema desde la base: con políticas de género e información, porque se les olvida algo: a la abortista tampoco le hace gracia abortar.
Decir que somos así, que sólo hay una moral asumible y que no se puede cambiar nos lleva a resignarnos para esquivar posibles soluciones, a asumir que vamos a combatir la pobreza con alegría, a volver a la autarquía. Qué quieren que les diga, yo que he renunciado a muchas cosas por otras mejores estaría encantado de asistir a una feria donde fijarme en las soluciones de los demás, donde poder asumirlas y adaptarlas a nosotros mismos. Yo que soy un permeable. A lo mejor hacerse es la solución.



miércoles, 26 de junio de 2013

Masterchef: Solomillo al salvapatrias.

Logotipo del exitoso programa
Parafraseando a uno de nuestros novelistas diré que yo no he querido sentarme delante de la televisión, pero me he sentado. Lo he hecho para ver –como antaño- en la primera de Televisión Española un programa de cocina que ha conseguido lo que consigue el reloj de la puerta del sol en nochevieja: que los españolitos hagamos por una vez algo a la vez. Todos a una nos maravillamos entorno a los platos, como era moda hace tiempo cuando proliferaban los programas en los que se cocinaba en directo durante aquel tiempo en el que éramos lo que no éramos. Esas noches de MasterChef me pregunto por qué nos quedamos mirándolo hipnotizados al observar todo el proceso culinario.
La verdad es que el español medio está acostumbrado a realizar ese lanzamiento de filete a dos metros de la sartén para que la carne –aún no descongelada del todo y sacada de la rigidez del hielo en precario microondas- no nos salpique en el chisporroteo resultante del contacto del agua con el aceite. Cocina de supervivencia cuyo único resultado será no rodar desmayado al salir del trabajo o de la cola del paro. En ese aspecto no somos identificables con los concursantes del programa. Me pregunto entonces si el secreto es el sentirnos igualados con los participantes respecto a la presión que experimentan cada vez que cocinan: ellos flambeando una tarta tatin, nosotros empanando el filete, ellos trabajando la reducción justa de una salsa, nosotros abriendo el bote de Solís procurando que no ensucie, oliéndolo por si está caducado. Creo que tampoco: no es lo mismo. Los elementos que utilizan para cocinar tampoco son equiparables: del horno con pirólisis al que permanece en la cocina tras dos reformas de ésta, de la sartén de teflón a la que tiene el mango suelto. Hay otra cosa que podría ponernos al mismo nivel, y es que siempre hay que fregar: la parte más humana de la cocina, pero lo humano en la televisión o existe o no aparece, y por supuesto dudo mucho que los concursantes le den al estropajo después de ponerle delante un plato a Arzak.

El programa es un formato importado de televisiones extranjeras: ya ha sido un éxito en lugares como Reino Unido ¿por qué en España tiene, si cabe, más éxito? El programa consiste en ver todo el proceso culinario, hecho por lo general con muchas prisas, en admirar su presentación y en ver como el jurado (tres chefs) lo degustan, alguno de ellos con una mala educación alarmante. Comentamos lo apresurado del proceso, los fallos de los concursantes, aportamos brillantes datos de cómo hubiéramos quitado la grasa a determinado pato o cómo habríamos dado gracia a los guisantes, discutimos sobre si el plato de fulano tiene más sabor que el de mengano. Y se nos olvida que nos ha faltado lo fundamental, el único objetivo de la cocina, a lo que se reduce todo.¿Cómo comentar ese solomillo Wellington? ¿Ese risotto? ¿a cuento de qué nos apasionamos comentando la calidad de esa lubina? ¿Por qué lo hacemos si nos falta la verdadera meta de la cocina que no es sino comer el plato o al menos probarlo? El secreto de MasterChef es el mismo que el de los salvapatrias que tanto abundan en estas épocas: hacernos opinar de lo que no sabemos.
Enrique Llamas
@enriquegllamas

lunes, 3 de junio de 2013

Niebla

Don Miguel de Unamuno
Sería injusto decir que como un humano lloraba Orfeo la muerte de Augusto Pérez,  aunque así lo hiciera. Sería injusto porque Orfeo era perro en su más inmensa perritud, un perro de cuatro patas, un ser canino al que don Miguel de Unamuno otorgó –como Dios que sueña- la escucha más humana y la capacidad más honda del dolor, que no es otra más que llorar en el momento mismo de la muerte, cuando aún no te ha dado tiempo a experimentar la ausencia.
Augusto Pérez había querido suicidarse, por eso fue a ver a don Miguel a Salamanca, pero don Miguel –a quién debía la vida- no se lo consintió aunque tuviera pensada para él la muerte en alguna otra forma. Quizá tanta desesperación impidió a Augusto ver que Orfeo le había escuchado constantemente, que le había entendido.”¿Me entenderás? –me decía- Y, sí, yo le entendía” se lamenta Orfeo ante el cuerpo inerte, blanco, de su dueño.
Así, con esa hondura, nos lamentábamos unos cuantos ante las entrevistas a los expresidentes del gobierno, cadáveres inservibles incluso para participar del mundo de la carroña. Como humanos que somos –pensarán ellos que injustamente, porque creen que nos han soñado- los miramos, con las manos apretadas y sudorosas.

En ese momento, frente a sus autoexequias, entramos en particular monólogo interior : nosotros les escuchábamos y hubo un tiempo en que a algunos les creímos ¿me creerás? –nos preguntaban- Y, sí, nosotros les creíamos, mientras ellos nos hablaban hablándose y hablaban, hablaban, hablaban. Ellos, al hablarse así hablándose, hablaban a los perros que había en ellos. Nosotros mantuvimos despiertos su cinismo. ¡Qué hombrada nos han hecho! ¡Qué mujerada! ¡Se han creído, como Augusto Pérez, que tenían voluntad! ¡Si somos nosotros los que los soñamos! ¡No son más que personajes rebelados que quieren acabar con su autor! Y no, no, la literatura no es así ¡no nos sueñan ellos sino al revés y eso se nos ha olvidado! Ellos tienen que volver a casa de don Miguel a preguntarle si podían cometer este asesinato y el que han cometido contra ellos mismos, y nosotros les hubiéramos dicho que no, que como dioses pensantes no se lo consentimos, que eso nunca, que van a morir, como humanos que son, y que su muerte llegará cuando dejemos de soñarles.

Enrique Llamas
@enriquegllamas

lunes, 20 de mayo de 2013

No vi la final del mundial


Discurso de navidad del Rey (2010)

He de reconocer que frente a la independencia que dan los caracteres poco gregarios o el sentirse ajeno a cualquier patria, a cualquier generación, a un grupo, las personas que en algún momento rehuimos de los grandes sentimientos a los que se nos considera inscritos de fábrica echamos de menos ese sentimiento predeterminado, primario y medular que se nos supone y que no tenemos.
Quizá no lo tengamos por una tara genética, por un fallo en la percepción, pero en la mayoría de los casos no por cabezonería. Quiero decir, que hemos intentado tener esta clase de sentimiento que nos hermana automáticamente a alguien desconocido que pudiera ser nuestro mortal enemigo, pero no lo tenemos, o al menos no lo tenemos en determinadas cosas. Así mucha gente no lo tiene respecto a un partido político, no lo tiene hacia su país, hacia su ciudad, hacia su barrio. Quizá no han sido educados o no han visto formarse esas entidades que se acaban considerando propias, y en algunos casos se les han inculcado que no tuvieran esas carencias desde pequeños, pero ha sido vano esfuerzo. Es exactamente lo que a una minoría nos ocurre con el fútbol: de pequeños se nos coloca delante del televisor –al lado de la hinchada adecuada, la buena- pero no hubo manera de que aquellos hombres correteando de un lado a otro suscitaran el más mínimo interés. Cumplida la mayoría de edad lo intentamos por nosotros mismos –justo en el momento en el que la prensa parecía solucionar los problemas de España jugando a la pelota y la rojigualda se vendió como enseña de un deporte incluso para republicanos- pero fui incapaz de no aburrirme ante las andanzas de una selección que me resultaba indiferente. De modo que no es cabezonería, lo he intentado y por eso me doy de morros una y otra vez con la misma conclusión: el fútbol me aburre al igual que me aburre la burocracia.
Uno ya ha decidido no verlo ni siquiera por compromiso; con desvergonzado desdén a una minoría nos desapasiona apasionadamente. Sin embargo hay algo –no en los grandes, desde luego, no en los poderosos- en aquellos que están acostumbrados si no al perder si al menos al no ganar. Se trata de una solidaridad inútil, una alegría vacía, una sonrisa que se les cuelga unos días, una euforia fugaz y tontorrona en los gestos de aquellos que, sin esperarlo y años después, vuelven a ganar al que siempre les ha pasado por encima sin planteárselo y por derecho propio. Se trata e volver a ganar al chulo del barrio. Es aquí cuando la envidia tímida te asalta y te dice “ojalá pertenecieras a ellos, ojalá hoy te alegraras con ellos como alegra una canción optimista a los fans de un concierto, como alegra a un creyente oír hablar del cielo de los buenos”. Se trata de eso, es el precio de un concierto caro y marginal, de la envidia hacia las cosas que no solucionan problemas pero que suponen la alegría instantánea y social que tanta falta hace últimamente.

Enrique Llamas
@enriquegllamas

lunes, 13 de mayo de 2013

Forrest Infanta


Tom Hanks interpretando a Gump 

La fotografía que aparece en la portada de El País del pasado miércoles consistía básicamente en un ataque de humor, una risotada pública de la realidad española, un azote en la cara que nos explica por qué las cosas no empiezan a cambiar, por qué se le consiente a la justicia el sentido de la vista. 
No se trata de un jarro de agua fría, es un cubo de aguas mayores y menores: “¡Agua va!” grita la fotografía. Se trata de la hija de nuestro Jefe de Estado, la hija del Rey, de la cabeza oficial del ejército, que se supone nuestra defensa. Cristina salía de su despacho de La Caixa sonriente tras conocer el levantamiento momentáneo de su imputación. Hace bien en sonreír, pero lo verdaderamente molesto no era ella. Lo verdaderamente molesto era la gente que sonreía desde detrás. Estaban encantados, y también esbozaban sonrisas, quizá intuyendo que iban a aparecer en portada el día siguiente.
Al igual que esas multitudes medievales que acudían a ver al Rey y pensaban que a través de él su Dios del siglo XII les irradiaba pureza, estas personas de siglo XXI se sentían importantes: una ósmosis no corpórea les llegaba aire través por estar cerca de Su Alteza. La sangre real les llegaba de tal forma que en ese momento la letra inicial de sus nombres propios se escribiría más mayúscula que nunca. Ella, Cristina, con su paso libre y resuelto de quien no tiene nada que temer les hacía más grandes con su imagen, les bendecía.
Por eso no pasa nada: porque da igual que nos roben, da igual que la justicia haga excepciones con ellos, da igual que la mayor parte del electorado actual no les haya votado. Es lo mismo. Porque si nos los encontramos por la calle sonreímos, ya que con su sola visión se nos hace importantes. Y les consentimos robar, consentimos que se rían en nuestra cara, les dejamos llamar a sus contactos en la justicia, les consentimos amantes amparados por el CNI, cacerías, que no prediquen con el ejemplo. Nos llegamos a poner incluso del lado del fiscal y pensamos que Cristina (pobre) tiene fallos de percepción y que no se entera del dinero que entra en su casa. Por eso, dadas sus aptitudes para la economía trabaja en un banco que (mira tú por donde) tampoco sabe por dónde entra o por donde sale el dinero. Bendecidos por su presencia nos ilumina Francisco y lo entendemos todo en un momento de inspiración divina: desde la situación de los bancos hasta la compasión de la justicia española en sus resoluciones con la gente de entendimiento más bien humilde.
Sin embargo, por mucho que lo hayamos entendido, hay algo que los españoles no llevamos nada bien, hay algo que no se nos puede hacer aunque nos lo haga el pobretón más buenazo y más corto del pueblo. Y es que habrá un día en que, en un alarde de esa campechanía que les acerca al llano, la monarquía y la clase política baje a la frutería para que veamos su proximidad y su contacto con la calle. Y se les caerá el hermanamiento con el pueblo cuando se cuelen a la hora de pedir un quilo de manzanas porque inconscientemente se consideren con derecho a hacerlo. Y no, que no lo hagan Sus Altezas, porque en ese momento, por mucho que irradien divinidad absoluta, por mucho que nos iluminen con la ternura del discapacitado, no se lo vamos a consentir. A un español no se cuela en la frutería ni el mismo Tom Hanks interpretando Forrest Gump.

Enrique Llamas
@enriquegllamas

martes, 7 de mayo de 2013

El nombre de los dioses


No hace falta refrescarle la memoria a nadie con el tema de Grecia y Roma. A quién más y a quién menos se le enseñó en el colegio que, por primera vez en la Historia, el pueblo conquistado pasó a ser el conquistador, y que –bajo el yugo administrativo de los itálicos- la religión griega (entre otras cosas) no solo no desapareció, sino que pudo pervivir y extenderse por todo el mediterráneo con unos resultados que no se habían conseguido con las colonias. Esto es algo que universalmente (antes y después de Cristo, en el Mediterráneo y en el Kilimanjaro) puede dolerle al conquistador: el gran bravucón bélico conquistado ante los encantos de un grupo de ciudades lejanas.
Sin embargo hicieron algo para que los contemporáneos no se dieran cuenta de lo que estaba pasando, para que no supieran que se les había metido el enemigo no ya en casa, sino en su vida. Así fue como decidieron cambiarle los nombres a los dioses: Zeus a Júpiter, Poseidón a Neptuno, Atenea a Minerva…
Con más o menos destreza los nombres de los dioses y de las cosas se han ido cambiando a lo largo de la historia, es en muchas ocasiones el último recurso para que la gente no asocie un concepto con la realidad. Así por ejemplo lo que ocurrió hace más de doscientos años un dos de mayo fue un levantamiento, no un escrache y aquel tema de la guerra civil fue rebautizado como cruzada. Se cambia el significante para que el significado parezca otro, para que no nos rebuzne la realidad en la cara. Así los cánceres son largas enfermedades y ya son menos cánceres o llevas la comida en un tupper y así ya parece que no vas al campo para comer de una tartera.
Tienen algo de romanos estos líderes nuestros cuando le cambian el nombre a las cosas. Algo de literatos cuando tiran del eufemismo para que no nos demos cuenta. Pero olvidan algo: que los primeros en acabar creyéndose su propia mentira son ellos mismos, al final siempre caen en manos de Afrodita y tienen que ir corriendo a la clínica Dator porque les han conquistado. Pero lo de ellos no es un aborto, es otra cosa.

martes, 16 de abril de 2013

Atletas, bajen del escenario



Constantino Romero
Hay algo de moderno en lo viejo *. Esta modernidad empezó más o menos en el momento en que la situación toreada se convirtió en torera. Las gafas enormes de carey claro, un cierto gusto por la faldas interminables y especial amor a los teléfonos con cable se han ido extendiendo de casa en casa, de temperamento en temperamento, para convencernos de que las modas son circulares y que la gomina puede ser un residuo de tu vida en el pueblo o todo un homenaje a “Mad Men”. Lo mismo ocurre con las ideas, que ahora son reflejo del exterior y no al contrario, como mandan los cánones del momento. Ahora mismo me dispongo a salir a pasear mis gafas de sol (wayfarer, por supuesto) y voy a comprarme lo último o lo más viejo, según cómo se mire. Porque a alguien, a alguien moderno y retro, a alguien vanguardista y vintage se le tiene que haber ocurrido fabricarlo. Y es que siendo Gallardón el adalid de la modernidad, alguien tiene que haber estampado en una chapa (o en pin, que es más demodé) su cara.
¡Qué innovación sepia! ¡Qué locura de mercado de segunda mano venido a más eso de que la monarquía es “una apuesta de la modernidad de la España” (oh, mi España) del siglo XXI! Gallardón nos engaña con su pelito bien cortado, con su carita debidamente afeitada porque, si miras más allá, verás a ese ministro hipster de Ipad parlamentario, camisa de cuadros y barbaza callejera. Una nota disonante cuya melodía del teléfono es una canción de los catalanes Manel. Ya decía yo que cada vez que le veía por la pantalla notaba los acordes de una guitarra vieja de fondo, concretamente a "Fa vint anys que tinc vint anys", por seguir con el mismo acento. No lo hemos sabido ver, no, porque al igual que es difícil entender que los relojes Casio son lo último es difícil entender que la infanta sea absuelta y el papel del fiscal tan valorado como no lo fue en el caso de Garzón. Porque en ellos, estimado público, en todos esos autos hay un aire de comida viejuna, de sonido a Janis Joplin que es precisamente el último “must” por ser viejo y polvoriento. No es otra cosa, muy señores míos, sino que el ministro “malasañero” ha revolucionado la justicia y la ha puesto a la altura del vintage siglo XXI. Es culpa nuestra no verlo. Nuestro el pecado.
Así, ahora algunos pocos pasean tranquilos por sus jardines. Son ellos, los vanguardistas, los que han sido salvados por un nuevo movimiento novísimo encarnado en Gallardón. Sus madres, sintiéndose como la madre de la Pantoja, están relajadas porque sus collares de perlas interminables han vuelto a estar de moda. Pero repito que, como en toda moda, al principio esto no se entiende ¿cómo se va a llevar de nuevo el bigote? ¿cómo la inviolabilidad judicial de la gente que aparece por televisión si tienen el respaldo popular de la audiencia de telecinco, aunque hayan infringido la ley? Y no lo entendemos, pero un día te levantas y te pones esa chaqueta de tu abuelo, ese leotardo de postguerra, esa sentencia absolutoria. Y te ves bien con todo encima porque te has acostumbrado, está en la calle, es un “must". 
No es sino lo que se debe hacer y ahora formas parte de ello. 
Te has subido a su escenario.

*El título de este artículo hace referencia a la frase pronunciada por Constantino Romero en la clausura de los Juegos Olímpicos de 1992. También a un disco publicado, este mismo año, por el grupo catalán Manel.

Enrique Llamas
@enriquegllamas

lunes, 8 de abril de 2013

Tiempos verbales


La dama de hierro

Me podría obligar a negarme a vivir en un país que se desmorona por dentro al igual que se acaba con el interior de los edificios históricos de Madrid. Me podría negar a vivir tras una fachada de sol y playa. Me podría negar a que manipulen las opiniones de mi generación. Por negarme me podría negar también a ver cómo desde arriba se acaba con la cultura poco a poco, en una larga y penosa enfermedad.
Si me abstraigo y me concentro conseguiré, en ejercicio que me evada de mi entorno, de objetivizarme a mi mismo, exento de todo marco, negarme a todo eso como un niño empecinado en no comerse las verduras. Pero arriba he usado el tiempo condicional y a mis frases les faltaba la condición necesaria: me negaría si no fuera español. Pero soy español y, aunque me niego a que ocurra lo que está ocurriendo mis esfuerzos son inútiles. Al igual que el niño acabaré comiendo la verdura si no es para cenar para desayunar, sino es para desayunar para comer, y así en bucle finito hasta que el hambre te haga tragar cosas de las que prefieres no conocer el sabor. Cierras los ojos y notas como una bola fría e insípida se abre paso dentro de tu cuerpo, dejando un rastro desagradable en la memoria.
Sin embargo hoy, leyendo las noticias sobre la muerte de Margaret Thatcher lo he vuelto a hacer, porque en algún momento la condición se derrumba y vuelves a la negación pura: me niego a que entierren a los políticos de este país llenos de honores, me niego a un funeral de estado, me niego a bajar una bandera a media asta. Me niego porque las banderas deberían estar ya de capa caída gracias a ellos. Y aquí el tiempo condicional pierde el sentido y, cuando lo pierde, cuando te niegas, es cuando empiezas a conjugar el tiempo futuro.

lunes, 1 de abril de 2013

Lo pequeño


Municipio asturiano de Cudillero.
La situación actual nos está dejando acostumbrados a cosas grandes que nos van dando de sí el pensamiento de tal forma que, cuando queremos comprender algo pequeño, nos baila en la cabeza la nimiedad, dando tumbos dentro de un cráneo que se ha quedado grande como un jersey irresolublemente gastado. Habituados a grandes cifras (el paro, la deuda, la corrupción, el dinero robado o los sueldos de los grandes puestos en los bancos) nuestros sesos ya no son capaces de ver los números enanos, las pequeñas cantidades, los datos corrientes que sin embargo son los más fáciles de entender y de atacar como problema de primaria.
Por eso deberíamos comprender que la democracia comienza su necrosis pestilente en una ciudad pequeña como Cuenca. No huele tantísimo como el ingente número de desahuciados, ni como las numerosas familias con todos sus miembros en paro. Pero es más fácil de entender, tan solo hace falta imaginarse que tu entorno más cercano (tu barrio, tu ciudad, tu pueblo) se ha quedado sin periódicos que te cuenten lo que ocurre en él, tapando así los ojos y los oídos de la población al control de los poderes públicos. Los conquenses ya no sabrán si se cumple la promesa de tapar el bache de la calle de al lado. En consecuencia, los hechos atroces que nos narra la primera película de Pilar Miró, "El crimen de Cuenca" (1979), podrán repetirse un siglo después y quedar impunes.
El mismo olor de los tejidos muertos, de los animales carroñeros, es el que viven los vecinos del municipio de Cudillero, Asturias. Un pueblo pesquero, inconfundiblemente asturiano. Sus habitantes se han dedicado a repartir flores en las calles de su pueblo para impedir el avance del hedor, pero sólo han conseguido ser denunciados por entrar a poner margaritas en su Ayuntamiento. Este olor putrefacto emana de su  ex-alcalde, Francisco González, diputado socialista en la Junta del Principado e imputado por presunto cohecho y exacciones ilegales. El actual alcalde, Ignacio Fernández, ha sido colocado en el puesto al igual que las inclemencias del tiempo o la ubicación de los yacimientos ya que no ha sido votado, al igual que ocurre con los accidentes del terreno, como las nubes y el carbón.
Y estos dos crímenes, que afectan a poca gente, que hablan de cosas pequeñas. ya casi no los entendemos porque nos han acostumbradoa pensar en cifras enormes. Sin embargo lo pequeño siempre fue reflejo de lo grande, de las cifras enormes, de los datos monumentales. Lo pequeño es causa y consecuencia de lo grande, lo podemos tocar con las manos. Nuestra es la decisión de usar paraguas contra lo que no se elige, nuestra la de contarlo.

martes, 19 de marzo de 2013

Opening


La olímpica ciudad dormía la siesta. Hasta la peineta llegaban ya los bostezos aburridos de quién se ha acostumbrado al nunca acabar. El viento azul, lento y adormilado, limpia el suelo de los panfletos que llaman a los ciudadanos a trabajar de forma voluntaria y a vivir de la inolvidable experiencia de cumplir los sueños de otros. En el perezoso momento en el que uno coordina su cuerpo para dar la vuelta en el sofá sin destaparse, quitándose la legaña del lacrimal, una voz saca de la ineptitud del sueño a los habitantes de la villa. Una voz que ha desayunado las delicias de Viena Capellanes y que, desde su figurada instancia en la que siempre ha sido la capital del vals, ha cambiado su cadencia y su ritmo. Como el tic-tac monocorde del reloj no va ahora esa voz más lenta, ni más rápida, va simplemente distinta, y eso sus electores lo notan hasta el punto que les hace abrir un ojo sin temor a que la legaña quede desprendida de forma brusca.
Y allí está, de nuevo en sus pantallas, igual pero distinta. Aristocrática pero cardada. Viste de blanco y las perlas que la acompañan desde su niñez siguen allí todavía. Pero algo ha cambiado aunque la voz sea la misma. El elector no se da cuenta de qué puede ser, pero al otro lado del plasma el equipo asesor lo sabe y suda sangre, debido también a la cercanía del jueves santo.
Y es que al otro lado todo el mundo suda, todos menos ella, que sostiene los papeles como le fue enseñado en el colegio de las Madres Irlandesas, que como podemos imaginar ni eran madres, ni mucho menos irlandesas. En ese preciso instante abre la boquita de piñón, con los labios estreñidos en británica mueca. Sus asesores yerguen el cuello esperando un sopapo más, los asesores ajenos se congratulan de haber avisado a sus asesorados de lo que iba a pasar. Está a punto de ocurrir, le ocurrió a su marido, al siguiente presidente del Gobierno, al actual. Ella será una más y está a punto de pasar al club. Abre la boca y comienza su entrada en el particular Olimpo.
Horas más tarde, el espectador que despertó de la siesta buscará en Internet el vídeo que pudo observar en directo. Comprobará que lo que vio es cierto, que su edil ya es una más, que no ha defraudado. Y ya de paso mira cómo va eso de los juegos olímpicos, que esta vez no se ha interesado porque la costumbre acaba por oxidar las mejores ilusiones. Y aquí está el peculiar triunfo de su alcaldesa, que ha conseguido hablando en inglés lo que no ha conseguido en cristiano: que la gente se interese por la carrera olímpica de Madrid. Eso sí, nos queda clara una cosa, para siempre, en nuestra mentalidad de electorado de clase media: que, efectivamente, su tailor es rich. Y madrileño.

Si todavía no has visto el vídeo de Ana Botella hablando inglés puedes verlo pinchando aquí.

martes, 12 de marzo de 2013

Almodóvar en el Vaticano


Lo que voy a decir sobre la última película de Almódovar me ocupa una sola frase, el que no la entienda, o al que dicha frase le parezca una obviedad puede dejar de leer este artículo en cuanto conozca, a partir del siguiente punto, lo que tengo que decir. “Los amantes pasajeros es una comedia de Pedro Almodóvar”. Punto. Si alguien espera una crítica más profunda sobre esta película protagonizada por tres azafatos homosexuales que pase al artículo de la semana pasada; trata sobre los argumentos novelescos y puede ser más orientativo respecto a mis opiniones que lo que van a leer a continuación.
Cuando digo que “Los amantes pasajeros es una comedia de Pedro Almodóvar” me refiero precisamente a eso, y no me acabo de explicar muy bien los vapuleos de parte de la crítica respecto al filme, porque no sé si esperaban que Los amantes pasajeros, escrita y dirigida por Pedro Almodóvar, fuera una comedia de Santiago Segura, de Daniel Sánchez Arévalo o de un resucitado Berlanga. No entiendo que la califiquen de disparatada, de en ocasiones vulgar, de exagerada, de insultante o de tener algo así como saturación del color. No entiendo, en otras palabras y siguiendo con la línea de lo que ya he escrito, que traten de asustar al potencial público criticándola con unos adjetivos que son propios de una comedia de Almodóvar, porque para eso podían haber publicado sus críticas hace treinta años cuando no se sabía qué tipo de cine hacía, o podían haber hecho lo que yo hago: decir que “Los amantes pasajeros es una comedia de Almodóvar” y ya lo habrían dicho todo, máxime cuando el director había avisado que iba a volver a hacer una comedia descarada, tal y como hacía en sus inicios. Que Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) es más refinada, sí, que ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) es de hace casi tres décadas, también, pero se trata de comedias de Almodóvar que son precisamente eso, comedias de Almodóvar, y cuando lleva unas cuantas hechas ya sabemos lo que nos vamos a encontrar, aunque últimamente nos tuviera acostumbrados a películas bastante más oscuras. Dicho esto paso a otra película y voy a desvelaros la identidad del próximo Papa antes de que haya fumata blanca. Antes de revelarlo os comunico que si queréis originalidad no paséis al párrafo siguiente. Si queréis originalidad, pasad más abajo, hay algún escrito en el que menciono a Mad Men del que estoy más orgulloso que de éste, pero no trata cosas tan evidentes.  Paso por tanto, para los que quieran, a revelar quién y cómo será el nuevo Papa, lo haré también en tan solo una frase.
“El nuevo jefe de Estado del Vaticano será el Sumo Pontífice”. Y Con esto del Sumo Pontífice solo quiero decir eso: que será el jefe del Estado Vaticano, que será hombre, que será el obispo de Roma… y que como tal, y como lleva siendo en los últimos siglos se tratará de un hombre conservador, homófono, machista, estará en contra de los avances de la medicina que no le beneficien, vestirá de oro y pedirá dinero por caridad, hablará en latín,  se hará el progre por algo así como alabar a los Beatles (esto último es de Benedicto XVI), y si estuviera en sus manos nos haría pagar diezmo. Y es que, ya lo advertí, “el nuevo jefe del Estado Vaticano será el Sumo Pontífice”, no os sorprendáis. Y luego vendrán las críticas, como si Boyero no supiera qué película iba a ver.

lunes, 4 de marzo de 2013

La dificultad de respirar


Tiene algo de novela de saga familiar, algo parecido al tono decadente y triste que se escucha en los finales de las novelas largas, un tono de oro ennegrecido y viejo, de palacio cuyas ventanas están a punto de ser rotas por la yedra que escala –lenta pero constante- por el alféizar. Está el argumento en ese punto en el que se tira peso por la borda para que el barco no se hunda, en el momento exacto en el que los muebles caros de la familia empiezan a ser empeñados y las tierras subarrendadas, justo cuando a la rica familia se le muere el caballo y lo único importante es el arroz y la tartana.
En estos capítulos finales, paradójicamente, los personajes sonríen más, reciben más flashes y visten mejor que nunca. Es aquí cuando se agarran a sus cunas y piden que la historia no se acelere, que germinen otra vez los campos, que los columpios vuelvan a chirriar bajo el peso de unos bucles rubios sobre cuellos almidonados.
Ellos, sin embargo, no son conscientes de la ruina que llama a la puerta de su casa por el simple hecho de que los protagonistas de las historias nunca saben que lo son y no se percatan de su importancia al igual que los demás no nos percatamos del hecho de respirar y, al pensar en ello, la respiración se torna dificultosa.
Esos momentos de respiración mefítica llegan siempre a las mejores casas y es tan fácil solventarlos como olvidarse de la dificultad de respirar. Es entonces cuando el aire entra y sale en el cuerpo de forma natural, se abren así los ojos, las ventanas, se limpia el palacio, se corta la yedra trepadora, se encuentra la forma de recuperar los muebles de la casa de empeños y el bicarbonato para limpiar el oro. Y hasta en las casas más abúlicas la solución llega entonces por el camino fácil, penetra en las fosas nasales la solución como siempre lo hizo. Pero mientras tanto, mientras no reparen en que la dificultad de respirar es solo aparente, los trabajos para conseguir que el fin de la novela no sea tal serán insuficientes. Tanto como las operaciones de cadera.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Los biodegradables


Me encontraba yo en ese ejercicio festivo que tiene lugar los fines de semana y que consiste en liberarme de los pantalones pitillo sin por ello perder el equilibrio y la compostura cuando –en ese crítico momento en el que asumes que para acabar de quitártelos tienes que darles la vuelta- vibra discreta pero empecinadamente la “apple of my eyes” es decir, el iPhone. Mi particular pedazo de las glorias de Silicon Valley quedaba en ese momento bocabajo y en el lado exterior de los pantalones que en el proceso del desvestir acababa de convertirse en interior. Apurado y confirmando que nadie podía mirarme humillo mi postura, me tiro en el suelo, y rescato el móvil con un giro magistral de mi brazo mientras me reincorporo en el váter.

-Pero Goreti ¿qué quieres? ¿por qué no me mandas un WhatsAap?

Realmente no es que no fueran horas para llamar, pero estar sentado en el váter, con los pantalones vueltos y por el tobillo, mientras lo único que ansías es reordenar tu barba para salir por Malasaña, es bastante ortopédico y poco de portada, y lo de la estética los periodistas lo llevamos muy bien cuando estamos en el paro, por si nos llaman en cualquier momento para trabajar de becarios en Intereconomía.

-Muy fuerte, Tomín, estoy en el autobús camino de "Sanse".
-¿Y qué haces tú yendo a "Sanse"? ¿Me quieres hablar en un tono de voz más normal?
-Voy a echar el currículum al Mercadona, ya sabes, para el reportaje que teníamos pensado sobre su política salarial. Si me cogen podremos saber si existe una sala para los reponedores, limpiadoras y cajeras que ponga “trabaja, no pienses”, muy insider,  pero ese no es el caso.

Para entonces yo ya había liberado un pie de la escafandra; había tenido que doblar la rodilla, conseguir que el largo de mi brazo fuera suficiente para tirar con fuerza del pitillo y desprenderlo de mi pierna con fuerza. Una vez me hube librado de esa sensación de molusco que supone tener las dos piernas unidas por un pantalón a medio quitar solo me quedaba ahora pisar con el pie derecho la pernera izquierda y levantar la rodilla zurda. Estaría liberado entonces de los complejos del mercado de Tribunal, pero no de Goreti, que seguía:

-El caso es que en el autobús venían dos tíos detrás de mi, no les he visto la cara, pero estaban hablando de los papeles de Bárcenas. Decían que Ana Mato iba a dimitir, y yo cuando oí eso pues saqué la grabadora y discretamente grabé la conversación. Yo creo que eran importantes.
-¿Pero no decían nada más? ¿Dónde se bajaron? –En ese momento ajustaba la maquinilla eléctrica a los nueve milímetros exactos de mi barba.
-Estaban convencidos y parecía que se esperaban lo del confeti, se han bajado nada más entrar en "Sanse". He mirado en “Google maps” y la sede del PP de "Sanse" está a seiscientos metros de esa parada. En serio, yo creo que eran importantes ¿qué hacemos? Puede venir bien para el blog, como lanzamiento.
-De momento lo que hacemos es echar el currículum en Mercadona, yo he estado investigando hoy en el DIA y parece que los pobres no tienen más que una ridícula sala para ponerse el uniforme ese rojo que me llevan, por cierto, que me he fijado al salir de los Renoir en una bolsa de estas del Carrefour, estaba dando vueltas en el aire en plan American Beauty, y me ha dado por pensar que no son biodegradables.
-Pues sí, también podemos ir a Ecologistas en Acción a ver que nos dicen, ahí tenemos otro reportaje.

Me fijé en las tres líneas de batería de la maquinilla, me cambié de mano el móvil y le dije a Goreti que guardara la conversación grabada, que luego nos metíamos en Internet y que comprobaríamos las caras de todos los peces gordos del Partido Popular de San Sebastián de los Reyes por si eran alguno de ellos.

-Vale, lo que yo no sé es qué pasará si lo sacamos, porque si decimos que esa gente usa el transporte público no nos creerán, pero a mi me parecía que estaban informadísimos, estaban dentro del ajo fijo. Oye entro al mercadona ¿te llevo alguna salsa? ¿alguna crema?

Y entre la emoción que da pensar que lo mismo desvelamos el futuro de Ana Mato y las corruptelas de los supermercados no me doy cuenta de que la maquinilla no lleva el cabezal puesto y me llevo media barba por delante.

jueves, 31 de enero de 2013

La reina del baile


De la fascinación infantil que sentía por Mary Poppins, y de aquellas preguntas que me hacía (¿Cómo conseguirá hablar el pájaro del paraguas? ¿Qué hilos usarán para que ella vuele, suspendida en el aire, sin que se vea por dónde la sujetan?) me queda una frase que dice Julie Andrews cuando ya se tiene más que de sobra ganada la confianza en aquellos niños traviesos. Como parte del buen niño que siempre seguiré siendo no puedo describir el tono con el que la actriz la pronuncia, ya que siempre la he visto y la seguiré viendo doblada, lo que puedo aportar es que la dobladora le imprime un soberbio y autosuficiente matiz a ese “Ante todo quiero dejar clara una cosa: yo nunca doy explicaciones” que la niñera dedica al padre de Jane y Michael cuando le pregunta qué hay de cierto en los hechos que los niños le cuentan.
Muy alejada de los cánticos de la señora de esa casa, que militaba, para quién no lo recuerde, en el bando de las mujeres sufragistas, ha estado toda su vida esa otra actriz a la que nunca le ha hecho falta militar en el bando de las homosexuales hollywoodienses. Jodie Foster recibió en la pasada gala de los Globos de Oro el premio Cecil B. DeMille por toda su carrera. Empezó diciendo que está soltera, algo que probablemente le costara más comentar que todo lo que vino después. Precisamente sobre todo lo que vino después ya está dicho casi todo, más que nada porque ya lo dijo ella. No ha desmentido ni condenado los rumores que hablaban de su homosexualidad, innecesarios además porque ella ya la había dejado clara hace unos años, especificando quién era su pareja. No habló del derecho a formar a una familia porque ya lo tomó hace mucho tiempo. Emocionada y en parte incrédula de sí misma (y esto lo puedo analizar perfectamente, porque la he visto en inglés y sin subtítulos que me distraigan) amplió aquella frase con la que Mary Poppins iba a desbancar al señor Banks. Sin embargo, hay algo que apenas se ha reseñado en las críticas a su intervención: una mención elegante y sencilla a la que ha sido su pareja durante casi toda su vida, la otra madre de sus hijos “mi expareja en el amor, mi hermana en la vida”. Jodie Foster hizo gala de la sinceridad que otorga reconocerle importancia a una expareja con la que has estado más de veinte años, cosa que muy pocas personas están dispuestas a reconocer sobre aquellos con quienes compartieron su vida en un pasado. Así fue como Foster dio colofón a una velada en la que dijo sentirse como la reina del baile, como la reina de su promoción.
Si nuestros políticos fueran así reconocerían sus amores del pasado, reconocerían sus errores, sus calamidades, sus pactos con el diablo. Y les darían las gracias o no, porque eso es algo que les permite llegar muy lejos, a la Moncloa o, más lejos aún, a Suiza. Quizá haya un día en el que un diputado, haciendo uso de la independencia que la Constitución dice que tienen, salga al estrado y diga "estoy soltero" asumiendo que votará según sus propias ideas, que le llevaron a política, y no las que le ordene su Partido. Ese día el diputado podrá hablar con tranquilidad de los errores del aparato de su militancia y de los suyos propios, reconociendo que la historia del amor de su vida ha acabado y que les debe mucho. Quizá ese día los políticos se sientan como la reina del baile y nosotros dejemos de verlos como el niño que para escaparse de las horas de estudio se marcha a sacudir el borrador y vuelve con las manos manchadas. Y es que los políticos, como los niños, tienen que rendir cuentas y explicaciones.

miércoles, 9 de enero de 2013

Si el dinero público...


La ignorancia es cuestión tiempo. De tiempo pasado, de no habérselo dedicado de forma suficiente al tema del que se está dispuesto a opinar para dar verdades tajantes y dogmas inatacables. De esto me he dado cuenta en uno de esos alardes en los que te empieza a sobrar el tiempo, haces zapping y como todos los caminos acaban en Roma o lo que es lo mismo, en Intereconomía, recabas en una rubia monísima y en un cincuentón guasón que hablan de la versión española de  Blancanieves. Opinaban entre histrionismos que intentar llevar a los Óscar como película de habla no inglesa a una película que era catalana era maravilloso para el idioma catalán. Tras esta muestra de humor han hecho la verdadera revisitación del clásico tomando unas imágenes de la Blancanieves de Disney y cambiándole el doblaje, en esta última versión del cuento recopilado por los Grimm Blancanieves castigaba a mudito por no hablar catalán.
Una sensación parecida me ha dejado la imagen (ahora en televisión española) del nuevo tren de alta velocidad que conecta España con Francia. Tres horas tarda y en él han viajado cuatro figuras del panorama español actual. Dos han sido elegidos para sus cargos gracias a nuestro sistema constitucional: el Presidente del Gobierno y el President de la Generalitat Catalana. De las otras dos figuras una ha sido elegida indirectamente por el llano, se trata de una médico que también ha sido reversionada (con esa facilidad que tienen los Ministros para cambiar de especialidad) y que ahora es fomentóloga, el otro está ahí por gracia divina: el Príncipe, ese protector de la evasión fiscal en Panamá. De estas dos personas allí sentadas parece que no tenemos derecho a decir nada, no las hemos elegido para sus puestos
Si el dinero público se destinara a lo que se tiene que destinar en ese tren no se hubiera invertido lo suficiente como para que tardara tres horas. A lo mejor tardaba seis. Si el dinero público se destinara a lo que se tiene que destinar a lo mejor a Rajoy y a Mas, como a dos niños pequeños enfadados y condenados a hacer las paces, no les hubiera quedado más remedio que sacar los problemas encima de la mesa e intentar solucionarlos, deben ser necesarias seis horas, ya que en tres no han podido demostrar ni el más mínimo interés en ejercer su trabajo, que no es otra cosa que solucionar problemas. Si el dinero público se destinara a lo que se tiene que destinar, en ese tren de seis horas los protagonistas de mi visionado de intereconomía a lo mejor hubieran visto esa versión de  Blancanieves en sus portátiles, se hubieran dado cuenta de que la película no es catalana, que acaso es vasca y que realmente parece andaluza. Se hubieran dado cuenta de que defiende del mundo taurino al menos la estética, como el propio logo de su cadena, y de que el cine mudo aunque no tenga idioma tiene habla.
Si el dinero público se hubiera destinado a lo que se hubiera tenido que destinar ni la ignorancia ni la incompetencia correrían a alta velocidad, no  en nuestras pantallas pero tampoco en nuestros territorios.