Muerte de una vieja dama indigna
Enrique Gutiérrez Llamas
Enrique Gutiérrez Llamas
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Ayer, en la cola que hago todos los días para llegar al microondas y calentar el Tupper, me di cuenta de algo terrorífico. Entiéndanme, para espíritus sensibles como el mío el hecho de estar en la cola del micro te hace más mortal que cuando vas al baño, y eso duele. Pero a lo que vamos, estaba yo huyendo de lo burdo cual Dafne de Apolo cuando veo que el que tengo delante lleva el mismo abrigo que yo. Eso no es precisamente pureza intacta. Allí estaba mi abrigo de aviador, que me hace parecer recién salido de una película de Lubischt, que me lo pongo con las gafas a juego y te dan ganas hasta de subirte al EnolaGay. Me quité el abrigo, claro, a ver por dónde iba a venir tanta falta de originalidad, quita quita.
Me consolé pensando que mucha personalidad me dan las gafas y que son inconfundibles, no las ha tenido nadie. Bueno, las tenía Valle Inclán, las tenía Le Corbusier, las tenía Castelao, Harry Potter, Shostakovich, Azaña, John Ford o Quevedo. Me quité las gafas, en otro arrebato por afianzar mi carácter. Aguanté muy digno los dos primeros minutos, pero luego me di cuenta de que no era capaz de llegar al microondas y lo que es peor, de ver si los demás tenían un jersey como el mío. Así que resignado a ser uno más me puse las gafas “aunque sea para calentar la comida y no meterla en la fuentecilla de agua que, dicho sea de paso, está bastante guarra” me dije cuando recuperé los ojos.
Calenté mi comida, que era pasta, como el vulgar mortal de delante, como el vulgar mortal de detrás. Me senté en una silla desvencijada, como el resto de humanos del lugar, y comí con un tenedor de plástico, porque si me traigo los de metal de casa corro el riesgo de que el cubierto acabe en el mismo lugar que mis calcetines desparejados. Horroroso, me digo, soy igual que todos, menos mal que al menos, de momento, no se me cae el pelo. Acabo de comer y pienso que, por si todo esto fuera poco, encima ahora oleré a la sardina frita que había de menú. Como todos. A punto de meter la cabeza en el horno a lo Sylvia Plath o hacerme el harakiri como Mishima, me digo que prefiero morir de glamour, como Isadora Duncan, que al menos consiguió que nadie volviera a llevar fulares tan largos.
Como decía ayer, que siempre ha habido clases, el fular de la Duncan seguro que no era de Zara, como mi abrigo. Abrigos a Amancio ni uno más. Que luego pasa lo que pasa, que uno se pone trascendente cuando lo único que quiere es calentar la comida.
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Lo que ocurre en España, de un tiempo a esta parte, es que se lleva lo "vintage". Me explico: los vestiditos que se pone Lourdes Hernández (Russian Red), la ideología política de la misma, el bigote de algún moderno a lo Jeremy Irons, irse a Benidorm como en los viajes del Imserso (así aprovechamos antes de que privaticen este organismo del Gobierno) y dejar que los cargos públicos queden allí, llenos de telaraña, al más puro estilo Fraga.
Viendo esta situación podríamos pensar que cualquiera tiempo pasado fue mejor, pero algunos creemos que viendo como está el percal, entendiendo percal como calidad de la tela que nos viste y situación que nos reviste, lo mejor es agarrarse los machos y rociarse de alcanfor, antes que las polillas vengan y nos devoren, como ocurre con la ropa que está encerrada en los baúles de las casas en los pueblos y que , para volver a ponerse, habría que limpiar, fijar y dar esplendor.
Y es que la democracia actual ya está más que "vintage", y en eso no deberíamos consentir modas. En esa tienda de segunda mano que parece el parlamento no se han molestado en ponerle parches y acortarle los bajos, para así permitir que se airee la situación. Gobierno y oposición paralizan los procesos de renovación del todos los Tribunales (el Constitucional es ya anticonstitucional en sí) y mucho menos el Consejo (director incluido) de RTVE.
¿Para qué permitir que el ente público, que funciona bien, como nunca antes lo había hecho, siga adelante? Porque es muy "vintage" no reconocer los éxitos de los demás, ocurría en el siglo XIX y nos ha ocurrido a todos en el parvulario, donde por cierto, algunos dolidos por el éxito ajeno, aprendieron muy bien a deletrear.
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A la muerte de Julio César, Octavio, que era considerado su sucesor, se vio obligado a conformar triunvirato con Marco Antonio y Lépido. Es muy probable que considerara que le había sido robado algo que le pertenecía. Sin embargo esperó, aceptó el título de su tío abuelo y llegó a llamarse Cayo Julio César mientras compartía poder y tierras
Pocos Imperios quedan ya en el siglo XXI, ninguno en los territorios que fueron dominados por Roma. Sin embargo cada casa tiene sus crisis y espera no acabar siendo conquistada por los bárbaros, al igual que le acaba ocurriendo siempre a los grandes proyectos, a las grandes expectativas… a los grandes Imperios. El Partido Socialista tiene la suya propia tras el batacazo electoral del veintidós de mayo. Muchas voces se levantan para pedir primarias, para ser democrático y elegir al único candidato que se presente, para poder seguir teniendo un partido líder, unificado y solvente. Todos intentan salvarlo de la catástrofe que ya parece haber comenzado y que amenaza con dejar con los plomos fundidos a los socialistas durante mucho tiempo. Puede que para que el PSOE siga adelante Zapatero haya tenido que nombrar a alguien como su heredero y evitarse el tener que dividir a su propio partido.
Por eso quien llevó a Zapatero a la Moncloa cosechando votos de Cataluña se ha quedado sin poder ser su sucesora y puede que considere que se le ha arrebatado el derecho a concurrir a elecciones primarias, a ella que tanto se lo merece, a ella que se convirtió en el símbolo de la igualdad de Zapatero mientras pasaba revista a las tropas cuando estaba embarazada.
Octavio, heredero de Julio César, esperó. Esperó a que Lépido pudiera ser considerado un traidor, esperó a que Marco Antonio se fuera con Cleopatra. Y entonces, sin rival alguno transformó una República en un Imperio.
Y es que, aunque al principio duela, a veces hay que esperar, como Octavio. Al final el dios, siempre acaba abandonando a otro.
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En la película de ciencia ficción Blade Runner los replicantes- falsos seres humanos fabricados en masa que desempeñan los trabajos difíciles- tenían un corto periodo de vida, de unos dos o tres años de duración, ya que no eran de más utilidad para el sistema. Una situación desesperante, la de conocer la fecha de tu muerte, incluso para alguien de naturaleza artificial.
La película está ambientada en 2019 y afortunadamente el mundo que más o menos vaticinamos para entonces no se parece mucho a esa ciudad de Los Ángeles en llamas, a esos coches de formas rectas que echan vapor y se elevan en el aire. Sin embargo si hay algo que ha mejorado bastante desde entonces es el photoshop y el maquillaje. Hoy en día a cualquiera se le quitan años de encima por el método de uniformizar píxeles o de pintar canas del color que más les convenga. Todo esto no aparecía en la película de Ridley Scott y sin embargo ahora (ocho años antes de la vaticinada fecha) contamos con un programa de ordenador capaz de hacer pasar a un lobo por un cordero, tan lejos de aquella harina por encima de las patas de los animalitos de los hermanos Grimm..
Si algo no tenemos son replicantes que hagan el trabajo sucio por nosotros, no tenemos a ningún ser creado para mandarle a hacer las guerras, ni siquiera para que tome las decisiones sucias, tampoco para que cree un sistema de hipotecas de bajo interés que nos acabe sumiendo en la actual crisis económica. Ya lo hacen los cuatro que están arriba. Sin embargo hay algo de lo que esas víctimas del photoshop no se habían dado cuenta: Harrison Ford se dedicaba a saber quién era un replicante y quién no, puesto que en ocasiones aquellos falsos seres humanos ni siquiera sabían que habían sido fabricados. El problema era que al conocer su falsa naturaleza empezaban a buscar soluciones para alargar su vida y eso no convenía a los gobiernos. Hoy, en Mayo de 2011, no han hecho falta Harrison Fords para que vengan a decirnos que nuestra dignidad tiene las horas contadas, nos hemos dado cuenta nosotros mismos, y estamos buscando formas de alargarle las horas, de mantener lo que tantos siglos de lucha ha costado conseguir.
Y algún día espero contarle a mis nietos, como a aquel personaje de aquella película futurista, que he visto cosas que ellos no creerían: atacar naves en llamas más allá de Orión, Rayos C brillar más allá de la puerta del Sol. Cosas que quizá no se vayan como lágrimas en la lluvia.
Porque si somos la generación perdida, estamos empezando a encontrarnos.
Enrique Gutiérrez Llamas
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