domingo, 21 de octubre de 2012

Una fiesta.


            En uno de los suplementos comerciales que se distribuye con El País reseñaban que los vaqueros son una prenda “democrática”. No sé si los gallegos y los vascos que se dirigen hoy a los colegios electorales se pondrán la famosa prenda de algodón para ir a votar. Quizá esa sea la forma de que se sientan más cómodos a la hora de perpetrar su derecho constitucional.
Los partidos nunca perderán, ya serán capaces ellos de tirar de eufemismos relamidos para vender el resultado de una forma y otra. Todos ellos hablarán de la “Fiesta de la democracia” que parece suponer ir a votar una vez cada cuatro años y el resto de días padecer de forma pasiva los golpes de poder de aquellos que se creen legitimados por las urnas. La desilusión se ha extendido estos días en la población vasca y sobre todo en la gallega al igual que las aguas de un pantano; inundando poco a poco las viviendas, las calles, los bares, acabando con aquellos lugares que parecían seguros y confortables. Y como en una inundación todos se preguntan cómo llegó esa presa hasta sus vidas, en qué momento el oro de la democracia perdió su brillo o cuándo se le cayó el esmalte.
En vista del descenso de participación tan acusado es probable que los vascos y gallegos que leyeran el otro día El País se hayan puesto hoy unos vaqueros, quizá piensan que es lo más democrático que puedan hacer un día de elecciones. Al igual que cuando se sale con la ropa más cómoda que tenemos, con vaqueros probablemente, porque puede que no nos apetezca salir esa noche a una fiesta en la que el anfitrión acaba emborrachándose demasiado y estropeándole la fiesta de la que hablan todos los periódicos a los invitados.

sábado, 6 de octubre de 2012

La dulce vida


“¡Marcello! ¡Marcello!” Gritaba Anita Ekberg a Mastroiani metida en la Fontana di Trevi. Ella estaba empapada, en su cuerpo absolutamente despampanante, empapada en la grosera estupidez de su personaje de actriz malcriada y bobona. Y en aquella película de Fellini, Marcello entraba a la fuente y se acercaba a ella, completamente amilanado, hasta que la fuente se apaga de repente y es entonces cuando el público se percata del ruido insaciable que hacía el agua. Y Marcello volvía (no sabemos si en persona o en personaje), volvía en sí, y cogía a la rubia y sacaba a aquel monumento de ese otro de piedra.
A Mastroiani le costó una paliza, y a nosotros la fiebre de querer meternos en la fuente a sacar a alguien, o a hacernos los tontos y que nos saquen. Sin embargo hace mucho que no se puede, porque meterse en la Fontana di Trevi está seriamente penado, lo que le añade más morbo al chapuzón, si cabe, que el hecho de hacerle un homenaje póstumo a Fellini. Ahora tampoco se puede comer allí delante, yo lo he hecho, como tantos otros, aunque sí que podremos seguir tirando monedas para volver a la ciudad eterna, supersticiones y gastos innecesarios sí, claro. Y con ese engalanamiento que da el prohibir, esa sensación de poder que produce en las mentes que padecen gigantismo y que son por definición mediocres, aquí quieren extender esa absurda veda. Lo hacen para sentirse grandes, porque no lo son, para sentirse con una autoridad que moralmente pierden día a día. Para comprobar los hilos de su poder. Sólo son demostraciones de autoridad, absurdos levantamientos de voz. Es una berrea.
Porque comer en la calle ensucia, claro, pero vivir ensucia. Dentro de poco, si les dejamos, nos prohibirán también el cine y la literatura, para que no nos metamos en la fontana de Trevi a gritar el nombre de nuestro protector, fingiendo que somos actrices tontas. Porque en estas demostraciones de poder nos quieren quitar también la posibilidad de disfrutar, nos quieren quitar aquellas cosas que siempre han sido para las personas y no para la gente, para la clase media que les sustenta. A este paso, nos van a querer prohibir, también, la dulce vida.


martes, 25 de septiembre de 2012

Cuestiones de flotación


Las mejores confesiones siempre tienen lugar cuando a la relevancia de lo dicho le llegó hace tiempo la fecha de caducidad. Asalta entonces una especie de rencor, orgulloso y digno, dispuesto a no arar jamás en un terreno que ha quedado yermo, después de tanto cultivar, de tanto depender de él como única salida posible. Algo parecido le ha debido ocurrir a las jóvenes madres de familia cuando han leído las declaraciones de James Cameron sobre Titanic, donde viene a decir que cabían Jack y Rose en la tabla, que todo dependía de una cuestión de flotación. Con cierta nostalgia de su adolescencia estas mujeres habrán mirado el fotograma de los dos amantes agarrados al madero y habrán pensado que si el director llega a hacer esas declaraciones hace 15 años probablemente hubieran gritado histéricas, acordándose de la familia de Cameron, también de la de Kate Winslet.
Es lo que tienen los rescates ¿quién no recuerda el memorable momento en el que Liam Neeson se lamenta por no haber salvado a más judíos en La lista de Schindler?  Podía haber comprado alguno más vendiendo su anillo, por ejemplo. Sin embargo estas revelaciones tienen lugar cuando ya es demasiado tarde. A toro pasado es muy fácil darse cuenta de que siempre hubo más almas a las que se pudo salvar, que hubo recursos que se orientaron mal, que se reincidió en los errores. Que no se miró por quien se tenía que mirar, que se fue un poco egoista. Es el epílogo final de todas las historias en las que solo se salvan unos pocos, unos cuantos judíos, comprados por un supuesto nazi, que trabajan en una fábrica, o la niña rica del Titanic.  En la mayor parte de los casos sólo los grandes se dan cuenta de que se podían haber salvado más cosas del desastre. Los mediocres nunca son conscientes. Dentro de un tiempo nuestro actual Presidente del Gobierno dormirá tranquilo en su casa de consejero de estado tras volver a poner “Titanic” para rememorar viejos tiempos. No reparará que en la tabla cabían agarrados los dos. No hay flotación que valga.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Señales



¿Se acuerdan de aquella película en la que Mel Gibson se volvía loco intentando saber cómo acabar con los extraterrestres que le hacían gracietas en los sembrados? Intentó todo lo convencional y al final su hija –que estaba obsesionada con el agua- se da cuenta de que es tirarle el líquido elemento al alien y salen espantados.  Al final la solución suele estar mucho más a mano de lo que nos imaginamos, algo parecido a buscar las gafas cuando resulta que uno ya las tiene puestas.
Como para ahuyentar a los aliens algo similar ha ocurrido con la señora Presidenta, que hacía las gracietas en el terreno de todos. Ni huelgas, ni manifestaciones ni pataletas… algunos dicen que ha sido un tapper el encargado de anular la voluntad de Aguirre. Comida, al fin y al cabo, comida que empieza a faltar para llenar tarteras. Resulta que la solución estaba mucho más a mano de lo que parecía, como el agua de la hija de Mel Gibson. La presidenta se va, y nos deja una estructura a medio privatizar y un campo con visos de ruleta que juega a la exención fiscal, un campo yermo dispuesto a actuar como una máquina tragaperras. Justo ahora que le había costado tanto esfuerzo. Justo ahora, nada más cantar bingo, aunque los jugadores elegantes siempre echen dos cartones más.
Pero Esperanza tiene algo más en común con aquellos extraterrestres, el misterio de los verdaderos motivos de su dimisión, de su animadversión al agua. Dice que la enfermedad que padeció ha influido pero que está presuntamente curada (y así lo esperamos), que quiere pasar más tiempo con su familia, con su madre, con sus nietos, argumentos extraños que provienen de una mujer con la piel más dura que sus propios huesos. Los alienígenas podían haber venido con impermeable y ella pensarse el estar más tiempo con su familia antes de concurrir a unas elecciones. Si son verdad sus argumentos ¿por qué no recapacitó antes de comprometerse en mayo de 2011 y fallar de este modo a sus votantes? Nunca sabremos sus verdaderos motivos. La Esperanza es lo último que se pierde, lo que nunca perderemos será la ignorancia.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Saldos, novedades.


Las campanillas que avisaban de que entraba alguien sonaron con un tintineo de tiempo pasado. Eran ajenas al aire hosco y un tanto febril que llenaba la estancia, y es que un viejo polvo –y sin embargo tan nuevo siempre como si lo hubieran inventado para aquel momento- se dedicaba a revolotear , revolucionario y recién liberado, por aquel espacio que de repente parecía tan viejo.
Lo primero de lo que se dio cuenta la señora García fue de la cantidad de cajas que poblaban las mesas. Eran ellas quienes levantaban las ristras de polvo que, como batallones, venían a conquistar el aire, dando esa sensación al local de gloria de otro tiempo. “Modas XXI” siempre había sido un lugar limpio y organizado, donde la mitad de aquella capital de provincias acudía a renovar su vestuario cada primavera-verano, cada otoño-invierno, rebaja tras rebaja.  Sin embargo aquel septiembre el lugar aparecía como desvalijado. Una extraña urgencia había invadido a los dependientes y a la propietaria, que corrían de un lado a otro desnudando maniquíes, subiendo bajos, tachando precios viejos e incluso regalando cinturones y corbatas a aquellos que se llevaban más de una prenda.
Todo este cuadro, desordenado y aparentemente aleatorio, pilló a la señora García como esperando el sol por el oeste, con la misma sensación de quién ve a un soldado llorar. Acababa de volver de las vacaciones y, entrando septiembre, pensó que esperaba –como en todos los inicios de curso- encontrarse cambios, pero no aquel desmantelamiento general de aquel lugar que siempre había parecido tan sólido. Lo primero que hizo fue dirigirse a doña Ana, la propietaria, el lugar común de todos los septiembres, alguien que, pasara lo que pasase, sería como aquella roca en la playa que actúa como punto de referencia.
-Pero Ana ¿qué ocurre?
-¿No has leído los carteles de afuera?
-No, pensé que pondrían algo sobre descuentos en la nueva temporada, o algo así.
-Qué va –contestó la propietaria, quitándose un mechón de pelo sobre la frente sudada mientras remataba unas cuentas en la calculadora- cerramos, esto era insostenible.
La señora García miró alrededor, cerciorándose de lo que realmente estaban haciendo todos los trabajadores: liquidar.
- Pues sí –prosiguió doña Ana- lo que oyes. Que esto no se sostenía, regalábamos las cosas ya de tanto que habíamos bajado los precios. Yo creo que antes de que cayera la que está cayendo la gente compraba por encima de sus posibilidades y ahora tiran de fondo de armario. Yo estoy cansada, total, que compren ropa en el Zara, que se les romperá antes, lo que no podíamos seguir haciendo era regalando las cosas. Es que este modelo de comercio era totalmente insostenible, esto tenía que acabar pasando.
-¡Qué dices Ana! Si yo pensé que os iba bien…
-De eso nada, la anterior encargada, a la que dejé aquí cuando mi baja por depresión, falseó la cuentas, no te digo lo que había por debajo, no sabía lo que iba a encontrarme ¡menuda herencia!. Cambió un par de marcas que vendían mal por otras que vendían bien, tejidos Tarrés, yo creo que te llevaste algo de ellos, pero a esos ya les he rescindido el contrato, sincronizaban bien pero no entraban en mi hoja de ruta. A los demás ya les llamaré, que dejen de traerme trapos, que yo cierro el chiringuito. Me dan pena estos chicos –y señala a una pareja de dependientes, que aplicaban un descuento a un traje de chaqueta y pantalón- porque les prometí que de aquí sacaban para comer, pero bueno, también les sugerí que lo mismo habría que hacer un esfuerzo, encontrarán algo en otro sitio, yo les prometo que saldrán adelante. En el fondo esto no es un cierre, es un plan de eficiencia, que se lo tomen así.
-Bueno, pues qué pena, yo que venía a mirar abrigos de invierno.
-Pues no me quedan, cariño, pero si vienes dentro de un mes aquí te darán un café exquisito. He vendido el local a Starbucks, a esos les irá bien, tienen un modelo fuerte de empresa. Una cosa sostenible, vaya.
Y la señora García salió de la tienda y cuando cerró la puerta pensó que septiembre solo es un comienzo, otro comienzo más. Que ese mes y lo que viniera después ya estaba marcado desde el curso anterior, aunque pudiera no parecerlo.


martes, 24 de julio de 2012

Muerte de una vieja dama indigna


Creo que grité algo así como ¡Bingo! cuando leí la primera parte de su biografía. Un comienzo demoledor, que me repito mentalmente de vez en cuando. “Habíamos ganado la guerra. Hace unos días oí comentar que la guerra civil española la habíamos perdido todos. No es así.” Y tenía razón, mucha razón, porque al final siempre hay perdedores y vencedores. Ella lo sabía bien, porque nació en el bando de aquellos habían ganado. Por eso decidió contar la Historia desde ese lado, la Historia de los que habían vencido y, tras varios intentos de acomodo, decidieron cambiar al Boccaccio. Gracias a ella han llovido sobre el público el atractivo y los peros de Barral, el carácter de Martín Gaite, la casa de Ana María Matute y las anécdotas de un mundo que reposa en nuestras estanterías y que cada vez se aproxima más a la mitología. Todo esto nos lo ha acercado esta miembro del dignísimo circulo de viejas damas indignas al que ella aspiraba ingresar y que, sin saberlo, presidía para muchos. Destacan de ella su carácter frío, su sarcasmo, su ternura a la hora de escribir, su amistad con Miguel Delibes. Los tres amores de su vida; los libros, el mar, los perros. Era una mente preparada para entender la vida a través de la ficción, y eso la ennoblecía.
Al contrario de lo que han dicho hoy en casi todos los medios de comunicación, Esther Tusquets no fundó Lumen. La compró su padre Magí (de quien Carmen Bacells dijo que le gustaría ser hija) cuando era la editorial de unos manuales que pretendían servir para perseguir la masonería. El vicio de la edición hizo que Lumen se convirtiera pronto en un referente de la izquierda, de la divina izquierda, en un asidero para encontrar un tipo de obras que en España eran muy difíciles de localizar. “Dirían que o nos sobraba el dinero o que estábamos locos” más lo segundo que lo primero confesaba Tusquets, que editaba solo cosas que le gustaban. Serán para siempre los libros de Mafalda los que traigan para la mente de muchos la primera imagen de Lumen, fue Quino junto con Umberto Eco quien propició beneficios económicos en la editorial. La gauche divine es siempre el mismo mar de todos los veranos y las bocas deslenguadas se han quedado sin una de sus mayores portadoras. Ella seguro que se horrorizaría al ver su necrológica (en una versión más breve) en la sección de economía, porque estaba convencida –tal y como lo está también su amiga Ana María Moix- de que la edición de libros dista mucho de cualquier otro trabajo comercial. Lo dice la fotografía de arriba, las dos Ana Marías con la Tusquets, en la casa donde vivía Matute en Sitges. Lo decía ella misma en “Confesiones de una vieja dama indigna” cuyo primer capítulo se titula “Las viejas damas indignas no se confiesan”.  Y eso es parte de lo que nos ha enseñado.

Enrique Gutiérrez Llamas

jueves, 7 de junio de 2012

La postura de una puta.


       Cuenta la mitología griega que Minos, al conocer a Minotauro (hijo de su esposa Pasífae,  y de un toro) ordenó a Dédalo construir un laberinto del que era imposible salir. Así el pobre ser híbrido quedó para siempre en un galimatías del que no era culpable y donde era imposible encontrar evasión. La horrorosa figura de Minotauro se debía a una venganza de Poseidón, que había sido traicionado por Minos, fruto a su vez de un engaño de Zeus a Europa.
Es lo que tienen los engaños; formas maridajes tan  oscuros que si la segunda generación no sale rara lo será la tercera, y para ocultar malformaciones lo mejor es construir laberintos en los que no se encuentre la salida. Europa empezó compartiendo el carbón y el acero para acabar haciendo las cosas a medias con una unión económica que evadía una unión fiscal. Como el deseo de Pasífae por el toro se descuidaron las pasiones y estas desembocaron en soluciones críticas de difícil salida. Solemos verle a estas historias una especie de aura agridulce que retrataba a una comunidad divina bastante desquiciada y peliculera.
Decía Cleopatra en un drama de Shakespeare que verá “a algún jovenzuelo de voz chillona hacer de Cleopatra y dar a su grandeza la postura de una puta”. Probablemente esas grandezas mitológicas sean hoy tratadas con menos respeto e imaginemos a una Europa un poco ligera de cascos huir con el primer animal que se le ponga juguetón. Sin embargo Shakespeare tenía razón, ahora Cleopatra será interpretada por una jovenzuela de voz chillona. La grandeza de Lyz Taylor, como última reina egipcia entrando con un lujoso cortejo en Roma a las órdenes de Mankiewicz, será ensuciada por el exiguo talento de Lindsay Lohan, a las órdenes de no me quiero imaginar quién. La mirada violeta interpretada por la cara más vulgar de la actualidad. Si algo tienen en común la Taylor y Europa ahora mismo son esas palabras de Shakespeare: “mediocres actores llevarán a escena nuestras fiestas…” Olvidan nuestros políticos, como esa estrella borrachuza del mundo infantil, que están a la altura de las grandes historias, de esas que lo mismo valen para ahora que para hace milenios. No dan la talla, ni los políticos ni la actriz,  no se dan cuenta de su labor. Obvian las altas esferas europeas lo miserable y lo enorme que es la construcción de este laberinto en el que encerrar las malformaciones de la familia de Europa. Ni siquiera llegarán a la suela de los zapatos a Lohan que apenas dará a la grandeza de Elizabeth Taylor la figura de una puta. Por lo menos ella cumplirá las premoniciones de Shakespeare.

Enrique Gutiérrez-Llamas