lunes, 10 de diciembre de 2012

El Gobierno está debajo de un almendro


En la postguerra muchos de los teatros españoles se llenaron con las comedias de Jardiel Poncela; unos folletos colmados de personajes hasta los márgenes y con un humor que era, en parte, muy superfluo y frívolo. Requerir tantos actores y tanta risa inane tenía un doble propósito: dar de comer al mayor número de actores posible y que la gente tuviera un rato de superficialidad en el que reírse abiertamente cuando el señor García moría repentinamente o cuando cuatro vidas enloquecían por dejar de envejecer. Al salir a la calle el espectador se encontraría con un panorama de hambre y estrechez, un problema que había podido olvidar por un momento en la aparente frivolidad de las tablas.
Nuestro Gobierno, centrado en nosotros, como bien anunciaron, y muy cercano a la realidad española, ha sido consciente de que los españoles ya no vamos al teatro, algo que la gente en la postguerra se podía permitir, y en todo un alarde de buenos sentimientos nos han acercado esa dosis diaria de frivolidad a través de sus propios Ministros. Los tirabuzones de una cateta vallisoletana que se baja a trabajar como si fuera de boda, el perfume de su laca, los rezos de la beata Fátima pidiendo que se aplique con ligereza su propia reforma laboral, el ministro Wert que -en una demostración digna de un machito de pelo en pecho de la derecha española- se compara con un toro, Cospedal “Slim fit” iluminándonos a todos diciendo que los votos de CIU habían pasado a ERC siguiendo el mismísimo procedimiento de los vestidos vaporosos de Soraya en Vogue, devenidos en peinetas. La última en unirse al club ha sido la Secretaria de Inmigración, que ha revisitado Cocodrilo Dundee diciendo que los jóvenes emigramos debido a nuestro espíritu aventurero.
No puedo evitar imaginármelas a todas ellas en el vestidor de su casa, igual que en un escenario pero delante del espejo, pasando del liguero a la peineta y de la falda corta a la mantilla, como aquellas actrices de postguerra que tenían que cambiarse de ropa entre bambalinas. En un arrebato de mezclar escote con rosario se miran al espejo y dicen algo así como “era un gasto innecesario” o “no podemos pedir sacrificios a la Iglesia, con la que está cayendo”. Y entonces sonríen picaronas mientras besan el espejo y coquetonas tiran de laca y tirabuzón -demostrándonos que como mejor están las ministras es con patatas- mientras ellos, bravucones, se dan una palmadita orgullosa después de afeitarse la dura barba de íbero neoliberal.  Ya que nos reímos con los dos y que los dos son aparentemente frívolos, por favor, que alguien despierte a Poncela y que nos gobierne. Al menos él, en la medida de sus posibilidades, sabía maneras para dar de comer a la gente.


jueves, 15 de noviembre de 2012

Sordera


Recuerdo una película de Querejeta, ambientada en un barrio popular de Madrid, protagonizada por una familia disfuncional y con apuros económicos. Eran finales de los noventa y los problemas que sufría esa familia parecían ser un mal menor de la España del momento. Las grúas se alzaban en los skylines como símbolo de la recuperación de la crisis anterior, banderas del progreso. La inmigración era una señal de buena salud y nos permitíamos el ir dando por el mundo lecciones de transición y de democracia.
Si la familia de aquella película conservara hoy en día el estatus que tenía entonces su ventaja comparativa con el resto de el país sería mejor y su situación no sería tan mala. Pero Querejeta esto no lo sabía, como tampoco lo sabía esa generación que corrió delante de la policía en los setenta y que ayer se patearon Madrid con sus pensiones a cuestas y la pensión en el bolsillo.
Esa generación ha cocinado un Estado al que alguien le subió la temperatura del horno en cuanto se dieron la vuelta. Les ha dado como resultado algo raro: no es el resultado esperado y los ingredientes están tan batidos que resulta ya imposible diferenciarlos los unos de los otros, reconstruirlos, volver a ponerlos en orden y vigilar una vez más la receta para que nadie adultere el dulce final. Y ayer, abochornados porque sus nietos no pueden comer tal y cómo venía en el libro de cocina se lanzaron a la calle, enfadados, mordaces, pacíficos y bien organizados. Irreprochables. Los de arriba le deben a ellos el haber ascendido y se les ha olvidado. Multitud de familias, como aquella de Querejeta, tienen a gente así, porque en aquella familia había otro personaje supuestamente sordo –el abuelo- del que no sabemos si se acaba de enterar muy bien de lo que pasaba. Pues resulta que sí se enteraba. Y que los sordos eran otros.

domingo, 21 de octubre de 2012

Una fiesta.


            En uno de los suplementos comerciales que se distribuye con El País reseñaban que los vaqueros son una prenda “democrática”. No sé si los gallegos y los vascos que se dirigen hoy a los colegios electorales se pondrán la famosa prenda de algodón para ir a votar. Quizá esa sea la forma de que se sientan más cómodos a la hora de perpetrar su derecho constitucional.
Los partidos nunca perderán, ya serán capaces ellos de tirar de eufemismos relamidos para vender el resultado de una forma y otra. Todos ellos hablarán de la “Fiesta de la democracia” que parece suponer ir a votar una vez cada cuatro años y el resto de días padecer de forma pasiva los golpes de poder de aquellos que se creen legitimados por las urnas. La desilusión se ha extendido estos días en la población vasca y sobre todo en la gallega al igual que las aguas de un pantano; inundando poco a poco las viviendas, las calles, los bares, acabando con aquellos lugares que parecían seguros y confortables. Y como en una inundación todos se preguntan cómo llegó esa presa hasta sus vidas, en qué momento el oro de la democracia perdió su brillo o cuándo se le cayó el esmalte.
En vista del descenso de participación tan acusado es probable que los vascos y gallegos que leyeran el otro día El País se hayan puesto hoy unos vaqueros, quizá piensan que es lo más democrático que puedan hacer un día de elecciones. Al igual que cuando se sale con la ropa más cómoda que tenemos, con vaqueros probablemente, porque puede que no nos apetezca salir esa noche a una fiesta en la que el anfitrión acaba emborrachándose demasiado y estropeándole la fiesta de la que hablan todos los periódicos a los invitados.

sábado, 6 de octubre de 2012

La dulce vida


“¡Marcello! ¡Marcello!” Gritaba Anita Ekberg a Mastroiani metida en la Fontana di Trevi. Ella estaba empapada, en su cuerpo absolutamente despampanante, empapada en la grosera estupidez de su personaje de actriz malcriada y bobona. Y en aquella película de Fellini, Marcello entraba a la fuente y se acercaba a ella, completamente amilanado, hasta que la fuente se apaga de repente y es entonces cuando el público se percata del ruido insaciable que hacía el agua. Y Marcello volvía (no sabemos si en persona o en personaje), volvía en sí, y cogía a la rubia y sacaba a aquel monumento de ese otro de piedra.
A Mastroiani le costó una paliza, y a nosotros la fiebre de querer meternos en la fuente a sacar a alguien, o a hacernos los tontos y que nos saquen. Sin embargo hace mucho que no se puede, porque meterse en la Fontana di Trevi está seriamente penado, lo que le añade más morbo al chapuzón, si cabe, que el hecho de hacerle un homenaje póstumo a Fellini. Ahora tampoco se puede comer allí delante, yo lo he hecho, como tantos otros, aunque sí que podremos seguir tirando monedas para volver a la ciudad eterna, supersticiones y gastos innecesarios sí, claro. Y con ese engalanamiento que da el prohibir, esa sensación de poder que produce en las mentes que padecen gigantismo y que son por definición mediocres, aquí quieren extender esa absurda veda. Lo hacen para sentirse grandes, porque no lo son, para sentirse con una autoridad que moralmente pierden día a día. Para comprobar los hilos de su poder. Sólo son demostraciones de autoridad, absurdos levantamientos de voz. Es una berrea.
Porque comer en la calle ensucia, claro, pero vivir ensucia. Dentro de poco, si les dejamos, nos prohibirán también el cine y la literatura, para que no nos metamos en la fontana de Trevi a gritar el nombre de nuestro protector, fingiendo que somos actrices tontas. Porque en estas demostraciones de poder nos quieren quitar también la posibilidad de disfrutar, nos quieren quitar aquellas cosas que siempre han sido para las personas y no para la gente, para la clase media que les sustenta. A este paso, nos van a querer prohibir, también, la dulce vida.


martes, 25 de septiembre de 2012

Cuestiones de flotación


Las mejores confesiones siempre tienen lugar cuando a la relevancia de lo dicho le llegó hace tiempo la fecha de caducidad. Asalta entonces una especie de rencor, orgulloso y digno, dispuesto a no arar jamás en un terreno que ha quedado yermo, después de tanto cultivar, de tanto depender de él como única salida posible. Algo parecido le ha debido ocurrir a las jóvenes madres de familia cuando han leído las declaraciones de James Cameron sobre Titanic, donde viene a decir que cabían Jack y Rose en la tabla, que todo dependía de una cuestión de flotación. Con cierta nostalgia de su adolescencia estas mujeres habrán mirado el fotograma de los dos amantes agarrados al madero y habrán pensado que si el director llega a hacer esas declaraciones hace 15 años probablemente hubieran gritado histéricas, acordándose de la familia de Cameron, también de la de Kate Winslet.
Es lo que tienen los rescates ¿quién no recuerda el memorable momento en el que Liam Neeson se lamenta por no haber salvado a más judíos en La lista de Schindler?  Podía haber comprado alguno más vendiendo su anillo, por ejemplo. Sin embargo estas revelaciones tienen lugar cuando ya es demasiado tarde. A toro pasado es muy fácil darse cuenta de que siempre hubo más almas a las que se pudo salvar, que hubo recursos que se orientaron mal, que se reincidió en los errores. Que no se miró por quien se tenía que mirar, que se fue un poco egoista. Es el epílogo final de todas las historias en las que solo se salvan unos pocos, unos cuantos judíos, comprados por un supuesto nazi, que trabajan en una fábrica, o la niña rica del Titanic.  En la mayor parte de los casos sólo los grandes se dan cuenta de que se podían haber salvado más cosas del desastre. Los mediocres nunca son conscientes. Dentro de un tiempo nuestro actual Presidente del Gobierno dormirá tranquilo en su casa de consejero de estado tras volver a poner “Titanic” para rememorar viejos tiempos. No reparará que en la tabla cabían agarrados los dos. No hay flotación que valga.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Señales



¿Se acuerdan de aquella película en la que Mel Gibson se volvía loco intentando saber cómo acabar con los extraterrestres que le hacían gracietas en los sembrados? Intentó todo lo convencional y al final su hija –que estaba obsesionada con el agua- se da cuenta de que es tirarle el líquido elemento al alien y salen espantados.  Al final la solución suele estar mucho más a mano de lo que nos imaginamos, algo parecido a buscar las gafas cuando resulta que uno ya las tiene puestas.
Como para ahuyentar a los aliens algo similar ha ocurrido con la señora Presidenta, que hacía las gracietas en el terreno de todos. Ni huelgas, ni manifestaciones ni pataletas… algunos dicen que ha sido un tapper el encargado de anular la voluntad de Aguirre. Comida, al fin y al cabo, comida que empieza a faltar para llenar tarteras. Resulta que la solución estaba mucho más a mano de lo que parecía, como el agua de la hija de Mel Gibson. La presidenta se va, y nos deja una estructura a medio privatizar y un campo con visos de ruleta que juega a la exención fiscal, un campo yermo dispuesto a actuar como una máquina tragaperras. Justo ahora que le había costado tanto esfuerzo. Justo ahora, nada más cantar bingo, aunque los jugadores elegantes siempre echen dos cartones más.
Pero Esperanza tiene algo más en común con aquellos extraterrestres, el misterio de los verdaderos motivos de su dimisión, de su animadversión al agua. Dice que la enfermedad que padeció ha influido pero que está presuntamente curada (y así lo esperamos), que quiere pasar más tiempo con su familia, con su madre, con sus nietos, argumentos extraños que provienen de una mujer con la piel más dura que sus propios huesos. Los alienígenas podían haber venido con impermeable y ella pensarse el estar más tiempo con su familia antes de concurrir a unas elecciones. Si son verdad sus argumentos ¿por qué no recapacitó antes de comprometerse en mayo de 2011 y fallar de este modo a sus votantes? Nunca sabremos sus verdaderos motivos. La Esperanza es lo último que se pierde, lo que nunca perderemos será la ignorancia.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Saldos, novedades.


Las campanillas que avisaban de que entraba alguien sonaron con un tintineo de tiempo pasado. Eran ajenas al aire hosco y un tanto febril que llenaba la estancia, y es que un viejo polvo –y sin embargo tan nuevo siempre como si lo hubieran inventado para aquel momento- se dedicaba a revolotear , revolucionario y recién liberado, por aquel espacio que de repente parecía tan viejo.
Lo primero de lo que se dio cuenta la señora García fue de la cantidad de cajas que poblaban las mesas. Eran ellas quienes levantaban las ristras de polvo que, como batallones, venían a conquistar el aire, dando esa sensación al local de gloria de otro tiempo. “Modas XXI” siempre había sido un lugar limpio y organizado, donde la mitad de aquella capital de provincias acudía a renovar su vestuario cada primavera-verano, cada otoño-invierno, rebaja tras rebaja.  Sin embargo aquel septiembre el lugar aparecía como desvalijado. Una extraña urgencia había invadido a los dependientes y a la propietaria, que corrían de un lado a otro desnudando maniquíes, subiendo bajos, tachando precios viejos e incluso regalando cinturones y corbatas a aquellos que se llevaban más de una prenda.
Todo este cuadro, desordenado y aparentemente aleatorio, pilló a la señora García como esperando el sol por el oeste, con la misma sensación de quién ve a un soldado llorar. Acababa de volver de las vacaciones y, entrando septiembre, pensó que esperaba –como en todos los inicios de curso- encontrarse cambios, pero no aquel desmantelamiento general de aquel lugar que siempre había parecido tan sólido. Lo primero que hizo fue dirigirse a doña Ana, la propietaria, el lugar común de todos los septiembres, alguien que, pasara lo que pasase, sería como aquella roca en la playa que actúa como punto de referencia.
-Pero Ana ¿qué ocurre?
-¿No has leído los carteles de afuera?
-No, pensé que pondrían algo sobre descuentos en la nueva temporada, o algo así.
-Qué va –contestó la propietaria, quitándose un mechón de pelo sobre la frente sudada mientras remataba unas cuentas en la calculadora- cerramos, esto era insostenible.
La señora García miró alrededor, cerciorándose de lo que realmente estaban haciendo todos los trabajadores: liquidar.
- Pues sí –prosiguió doña Ana- lo que oyes. Que esto no se sostenía, regalábamos las cosas ya de tanto que habíamos bajado los precios. Yo creo que antes de que cayera la que está cayendo la gente compraba por encima de sus posibilidades y ahora tiran de fondo de armario. Yo estoy cansada, total, que compren ropa en el Zara, que se les romperá antes, lo que no podíamos seguir haciendo era regalando las cosas. Es que este modelo de comercio era totalmente insostenible, esto tenía que acabar pasando.
-¡Qué dices Ana! Si yo pensé que os iba bien…
-De eso nada, la anterior encargada, a la que dejé aquí cuando mi baja por depresión, falseó la cuentas, no te digo lo que había por debajo, no sabía lo que iba a encontrarme ¡menuda herencia!. Cambió un par de marcas que vendían mal por otras que vendían bien, tejidos Tarrés, yo creo que te llevaste algo de ellos, pero a esos ya les he rescindido el contrato, sincronizaban bien pero no entraban en mi hoja de ruta. A los demás ya les llamaré, que dejen de traerme trapos, que yo cierro el chiringuito. Me dan pena estos chicos –y señala a una pareja de dependientes, que aplicaban un descuento a un traje de chaqueta y pantalón- porque les prometí que de aquí sacaban para comer, pero bueno, también les sugerí que lo mismo habría que hacer un esfuerzo, encontrarán algo en otro sitio, yo les prometo que saldrán adelante. En el fondo esto no es un cierre, es un plan de eficiencia, que se lo tomen así.
-Bueno, pues qué pena, yo que venía a mirar abrigos de invierno.
-Pues no me quedan, cariño, pero si vienes dentro de un mes aquí te darán un café exquisito. He vendido el local a Starbucks, a esos les irá bien, tienen un modelo fuerte de empresa. Una cosa sostenible, vaya.
Y la señora García salió de la tienda y cuando cerró la puerta pensó que septiembre solo es un comienzo, otro comienzo más. Que ese mes y lo que viniera después ya estaba marcado desde el curso anterior, aunque pudiera no parecerlo.