Eres la que destruye todo lo que hay, la que quiere ser otra más grande aplastando todo lo demás, a todos los demás. Eres aquella de la que por su codicia no queda nada y tienes que levantarte, vacía pero invadida, indignada, pero coleante. Eres el sueño enfermizo y delirante de la gloria y la pureza, un sueño del que se despierta inconsciente y con sudores fríos, en el que se pasa de dominar a ser dependiente. Eres la enamorada de la resurrección, eres la que se apoya en escombros haciéndose daño en las manos para levantarse y ser nueva, pequeña pero en algún sentido digna. Eres la que se cae porque no puede levantarse, la que se debilita y no se encuentra a sí misma. Eres pura contradicción y te divides. Una cuerda que se tensa. Siempre atormentada, resignada a su pasado. Eres como las personas.
Eres un beso que restaura la armonía, que nos haces encontrarnos a nosotros mismos, Berlín.
Por eso nos encanta ver (aunque lo neguemos) las portadas de los periódicos acaparadas por las fotografías del desastre de Haití o, más bien, de lo que era Haití. También nos encanta donar dinero a las oenegés que están atendiendo los escombros físicos y a los supervivientes del otro lado del Atlántico. Nos pone llevarnos las manos a la cabeza para decir que Estados Unidos ha copado el aeropuerto de Puerto Príncipe, en una misión que realmente le correspondería a la ONU. Pero bueno, realmente la ONU es Estados Unidos.
Nos encantó el drama en 2003, cuando Bush invadió Irak, nos encantaron las manifestaciones (justísimas) de No a la Guerra. Nos encantó el drama de José Couso y de Anguita (cuyo padre no dudó en hacer apología de la tercera República española en un comunicado que leyó por teléfono escasos minutos después de conocer la muerte de su hijo). Y así seguimos, disfrutando con los Tsunamis, terremotos, lluvias torrenciales y dramas varios.
Y en medio de tanto drama olvidamos los que son más cotidianos. Las consecuencias de la guerras en Sierra Leona, que son el pan de de cada día de casi seis millones de habitantes. La pobreza extrema de la India ,1.166 millones de personas, y aquí comiendo palomitas delante de la televisión e indignándonos (unos menos que otros) cuando nos dimos cuenta de la situación de ese país gracias a Esperanza Aguirre, que tuvo que volver (pobrecita) en tacones con calcetines. Olvidamos también la situación de Congo, los suicidios de los países nórdicos, los chinos que no tienen una democracia, la explotación infantil y cada uno que aporte más ejemplos porque haberlos, haylos.
Dentro de dos meses la muerte en Haití ( y lo que es peor: la vida de los supervivientes) empezará adesaparecer de los periódicos, dejará de ser excepcional, será el drama suyo de cada día. Y nos dará igual. Porque también nos ha dado igual hasta ahora que Haití fuera el país menos desarrollado de América. Nos ha dado igual que tuviera antes del terremoto una esperanza de vida de 52 años. Nos ha dado igual que solo uno de cada cincuenta ciudadanos tuviera sueldo.
Quizá lo mejor que le puede pasar a un país así, es un drama. Para que empecemos a mirar a ellos. Y eso, es culpa nuestra.
En ocasiones a uno le duele el dedo pulgar de la mano derecha por darle a la barra del espacio, o quizá el meñique de la izquierda por pulsar la tecla de las mayúsculas. Es entonces cuando no se sabe cómo hacer un artículo sobre algo que le parece tan claro. Durante estos días ha sido habitual ver a padres, abuelos, adultos en general (adultos, ese mundo de gigantes) llevando paquetes envueltos en papel brillante. En alguna ocasión a uno le da por pensar: -Qué paquete más grande, qué contento se va a poner el niño. Y así, cuando se apagan por fin las luces de los árboles, cuando los belenes se recogen y se acaban los turrones uno piensa que se necesita creer en algo cuando vas corriendo a comprar levadura y la cajera del super te dice: -Esto de la navidad, menuda estupidez… si no fuera por los niños. Y estupidez resuena con la dureza de la erre la explosión de la t y la dureza de la p para acabar reptando, arrastrándose con la z. Uno necesita creer en algo cuando oye ese “si no fuera por los niños”… Uno necesita creer en algo porque desde pequeños nos quitan la ilusión de los reyes magos. Aquellas tres personas que de pequeños se acordaban de todos los niños del mundo y que te traían regalos a tu casa (a la tuya, y bebían y tomaban la leche y mordisqueaban los polvorones y te dejaban una nota de “gracias por los dulces que nos has preparado”), esos reyes que mal que bien acertaban y que colocaban los paquetes debajo del árbol. Uno necesita creer que esos paquetes tenían una especie de polvo dorado encima, que olían al frío de la noche anterior, que entre los pliegues tenían arena del desierto. A mí, aquellos paquetes me olían a Oriente. Y uno necesita creer, que hay alguien que me ayuda ahora a envolver los regalos que he comprado para los demás, alguien que me va a ayudar a colocarlos ahora en el salón (ya no ponemos árbol), porque ahora es uno el que envuelve las cosas en papel que ha comprado ayer a la carrera y que no huele a Oriente. Uno necesita creer en los niños (seres diminutos) que duermen en sus camas y que mañana se despertarán y pensarán que los paquetes huelen a Oriente. Y me da envidia, porque a mí me duelen los dedos para escribir algo que tengo claro y que no sé cómo plasmar, y mañana ellos, pensarán que los reyes han comido las pastas que le han dejado preparadas. Me da envidia, porque no necesitan creer. Ya creen.
Fue necesario que me perdiera en los diáfanos pasillos de aquel museo -no tan grande como ese otro al que todo el mundo quiere ir para mirarle a la cara a esa mujer sin cejas ni más misterio que el de las editoriales- paraver a aquella japonesa hacerle una foto al letrerito ,que debajo de un cuadro, rezaba el nombre y el autor de éste. No recuerdo ni el cuadro ni al autor, recuerdo a la japonesa , que no sé que podía sacar en claro de aquel letrero, y también recuerdo muy bien mis piernas gritándome que me sentara, y mis ojos preguntándome si aquella maravillosa colección no la podría haber colocado Chirak en sus años mozos en el piso de abajo, para ahorrarme el esfuerzo de subir a buscarla. Poco más tarde me di cuenta de que mucha gente miraba primero el título del cuadro y luego el cuadro por encima, yo rezaba por dentro para que alguna vez en su vida encontraran un cartel que pusiera “sin título” o directamente que no hubiera tal, para indignación de los japoneses y demás turistas que se habían olvidado de quitarse el gorro en aquel recinto cerrado.
Debe ser que ahora, que somos gente civilizada, tenemos que organizarlo todo, no dejar lugar a la duda o a la elucubración, hacer un círculo enorme del que vayan saliendo círculos más pequeños y flechas y más círculos para clasificar , tenerlo todo en su lugar, saber donde está el norte y el sur, el cielo y el suelo.Dejamos a las cosas claras y al chocolate espeso, cosas llamadas por su nombre,tragedia, drama y comedia, la tragicomedia es un ámbito inexacto perdido entre la indefinición y la ambigüedad. El problema reside que, en estos años de “no me lei el libro, espero a la película”, las personas no están acostumbradas a pensar en qué nombre se le pondrá a las cosas: si es poligonero Jonathan, si nace en el barrio de Salamanca; Borja.Por eso, porque se nos ha olvidado lo que es buscar conceptos nuevos, tendemos a meter las cosas con el negro o con el blanco, sin pensar antes en la definición de ese color de la ceniza; el gris, que por cierto, puede ser de muchos colores. Y puede ser que el niño nazca en Las Rozas y tenga alma de Vallecas, y puede ser que nazca en Carabanchel y se pirre por los zapatos náuticos (qué aberración).Debe ser ésta la época en la que lo que no tiene nombre no sirve para nada.
Por eso mismo, por no querer definir las cosas, por querer atarlas a un nombre, muchas veces nos perdemos lo que verdaderamente es y la morena será igual a tantas morenas y las rubias seguirán siendo tontas. Y dime si te gusta o no te gusta porque no es tan difícil
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La china, finalmente, se fue de la sala, y pasó por delante de obras de Monet y solo miró su título.
Los nenúfares flotaban en el agua, mientras cuatro tontos, los mirábamos.
Parece mentira, pero en Afganistán votan las mujeres.
Sí, en eso he reparado esta mañana al leer la contraportada de “El País”, legañoso y en chándal, con la mantequilla de las tostadas agriándose en mi paladar, recordándome que es lunes. Eran las nueve de la mañana y con el pensamiento dormido (ya empezaba a ser recorrido por ese hormiguillo que te despierta las partes de tu cuerpo en las que se había cortado la circulación) me paré a pensar sobre el voto femenino en Afganistán. Porque parece evidente que en un país donde las mujeres tienen que salir a la calle con la cara totalmente tapada éstas no puedan votar, y sin embargo en el papel impreso lo ponía bien claro, que votaban. Parece mentira que en un país donde las mujeres se murieron de hambre durante la guerra por no poder salir a la calle solas puedan votar, y sin embargo lo ponía bien claro: en Afganistán las mujeres votan.
“Puede que lo hayan hecho para que no les tachen de machistas o algo así, que voten por esa razón, de todas formas es muy raro que no lo haya pensado antes, que no me haya dado cuenta de este desajuste” centrifugaba lentamente mi cabeza
Cuando acabé el artículo me di cuenta de por qué no lo había pensado antes. Quizá porque el hormiguillo que yo sentía en la cabeza nunca llegarían a sentirlo las mujeres afganas, porque si una parte corporal lleva mucho tiempo sin riego, se muere. Y, como los pies vendados de las mujeres chinas, a ellas les vendan la cabeza, la cara, hasta tal punto que no la muestran y hay necropsias.
Y me di cuenta que no lo había pensado antes; porque en Afganistán no votan las mujeres, votan burkas.
Hubo un tiempo en el que nos llamábamos y las historias cambiaban de lugar. Las palabras adquirían otro sentido y, magistralmente, nosotros las entendíamos al otro lado del teléfono. Por aquellos años los libros que tapizaban las paredes de mi habitación no hacían sospechar la verdadera naturaleza de mi cerebro, que dejaba sonar tres veces el teléfono antes de abalanzarme a él, con el corazón descabalgado. Era entonces, cuando nos creíamos mayores, que matamos todas las definiciones del diccionario, y todo parecía distinto en nuestro dialecto.
No es secreto que Hitler adoraba a sus perros, y que muchas de las caricaturas aliadas de la época le retrataban acariciando a un cordero por un lado y matando a un judío (o más bien a todo lo que se le pusiera por delante) por otro. Hitler, tenía sus musas inspiradoras, como la tristemente gran cineasta Leni Riefenstah, Lola Flores (a quien intentó pagar, sin éxito, para que fuera a conocerle) o Strauss. Todo esto para demostrar su superioridad moral. Hace poco estrenaron en los cines Coco, avant Chanel, la vida de la afamada diseñadora que cambió el rumbo de la moda femenina en el siglo XX. Hizo desde luego cosas muy admirables, desencorsetó a la mujer, cortó los bajos y eliminó plumas, volantes y tutús del horror vacuis de la moda en el siglo XIX. Empezó diseñando sombreros y al final las tijeras y la aguja se le dieron mejor que cualquier escenario a los que ella pretendió subirse de joven. Es el canon y la imagen de mujer luchadora que consigue sus propósitos con esfuerzo y dedicación, la imagen de la rebeldía y la leyenda, o algo así rezaba el título de la película en español. Ahora bien, las historias para que estén bien contadas, no hay que dejarlas a medias Chanel, con todo su buen gusto, su rebeldía y su aparente sencillez, rebajó las plumas y los tules y todo lo demás, encargándose de cargar esos precios en los diseños que ella misma realizaba. La película olvida la parte de las diferentes historias de amor que tuvo, narrando tan solo dos de ellas de tal forma que solo el espectador más atento podrá darse cuenta de que esos dos romances fueron sujetos por el dinero que ella obtenía para ir sobreviviendo en París. La película acaba con una magistral escena en la que (rodeada de espejos que no muestran todas sus caras) Coco da el visto bueno con pelo modernísimo, diseño exclusivísimo y mirada de sota de bastos a las modelos que van a desfilar para ella. Desde luego la producción no sigue hasta el primer retiro de Chanel, que fue allí por los últimos años cuarenta. Y es que nuestra revolucionaria y libertadora protagonista siguió con su tónica de a quien buen árbol se arrima buena sombra le cobija y se arrimó a la de un alto oficial de las S.S. nazis. Pero el árbol se cayó y dejó de tapar colaboracionismos de nuestra francesa libertina con el régimen que adoraba a los perros. Ni que decir tiene que la muerte de aquella que vistió a las grandes actrices del momento ocurrió de la forma más triste, en la habitación de un hotel, sus últimos años fueron de morfina y pérdida de liderazgo. Hoy en día la firma Chanel solo viste de frivolidad, cosa que ha afirmado incluso Audrey Tautou, que aunque no conociera a su creadora, sabe quien era esa mujer que con la ropa sacaba adelante su sensibilidad. Aunque si alguien de verdad la conoció fueron los hombres, porque supongo que con su último affaire conocido, ellos al verla acercarse, por fin dirían: que viene el Coco. Y ella, sonreiría, frívola, pensando: es tal mi superioridad moral.
"Solo los superficiales se conocen a sí mismos" Oscar Wilde "No me gusta el sol, prefiero los días de lluvia, el sol no deja ver bien" Isabel Coixet "Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha comido bien." Virginia Woolf "Comprendí que a veces se soportan mejor los grandes problemas que las pequeñas contrariedades" Carmen L.