domingo, 30 de diciembre de 2012

La Caridad


En 2012 nos han vuelto a engañar. Como a Plácido, aquel protagonista de la película de Berlanga. Un hombre humilde al que los ricos que cenan asqueados con un pobre en nochebuena no paran de pedirle favores una y otra vez porque “es navidad”, porque “hay que tener caridad cristiana” y porque “no les puede hacer esto”. Eso es lo que ha hecho este Gobierno con nosotros, pedirnos sin rendir cuentas ellos, alejarnos de la sanidad, de la educación y de la justicia. Eso no es por definición lo que haga la derecha, eso es lo que hace por definición la derecha de este país. Y han esperado a que cayera la que está cayendo, como dicen ellos, para sumirnos en este retroceso hacia un país que quieren que vuelva a pertenecer a los de siempre, a los que perfuman sus abrigos con colonia al subir de la calle, a los inventores de las escaleras de servicio, de la burocracia, de los guantes para servir en la mesa. A los inventores de la caridad.
Este Gobierno quiere que volvamos a ellos, a esa época oscura, sin darse cuenta de que ahora gente como ellos nos tiene que saludar por la calle. En 2012 han conseguido muchas cosas, pero no sé si son conscientes de que están consiguiendo lo que más querían. Porque en 2012 han empezado a volver a unir a España con esa necesidad que tienen los estados más precarios de encontrar un enemigo común. Ha resultado que el enemigo común son los bancos, los oligopolios, los que han sido puestos allí por los votos de muchos para demostrar que luego ellos ponen a dedo a quién quieran. Y sí, Gobierno de España, nos estáis uniendo. Nos ha intentado desunir la muerte de Fraga pero no se podía hablar mal de un muerto, nos hubiera podido unir o desunir la muerte de Peces-Barba pero no os convenía, nos podía haber pasado cualquier cosa con la aparente deserción de Esperanza Aguirre pero Carrillo dio su último golpe maestro muriéndose al día siguiente, volviendo a lanzar sus luces y sus sombras de personaje histórico. Eso nos deja 2012. Eso y el villancico del final de Plácido que canta “porque en esta tierra ya no hay caridad, que nunca la ha habido, que nunca la ha habido, y nunca la habrá.”
También nos deja un intento del partener de la derecha española, la Iglesia, de dejarnos sin buey y mula. No se daba cuenta el Papa que los suyos ya llevan toda la vida intentando dejarnos sin Reyes Magos, pero ya haremos algo para que sigan viniendo, siempre lo hemos conseguido.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Mil "pavos"


“El amor fue inventado por alguien como yo para vender medias de nylon”. Esa frase la dice con su carisma varonil, atrayente, el publicista Don Draper en el primer capítulo de Mad Men. Ya desde entonces este personaje nos huele desde la pantalla a “after shave” y a un sudor reciente y fresco, –de ese de subir del gimnasio- a tabaco (Lucky) y a gomina.  El protagonista de la exitosa serie se ha convertido en el mejor anuncio de sí mismo; sabemos que es infiel y un poco ladino, pero nos da lo mismo y uno tras otro –hombres y mujeres de cualquier orientación sexual- caímos rendidos a sus pies por una admiración que va mucho más allá (o mucho más acá, según se mire) de la atracción sexual.

Estos publicistas de los años 60 sabían vender su mercancía, pero también venderse a ellos mismos. Acudían al trabajo en sus bien compuestos trajes, las ideas fijas con brillantina en el pelo ellos y laca ellas, los tacones rectos y las corbatas perfectamente simétricas. Sabían a lo que iban, igual que esos niños antiguos en edad escolar que –si bien no iban al colegio en uniforme- llevaban raya a un lado y las legañas fuera, el pantalón planchado y la camisa impoluta. Gracias a esas conductas cuando se convertían en adolescentes y despuntaban los brillos rojos de su pelo, los pendientes en lugares hasta entonces inaccesibles y los cardados arquitectónicos esos niños habían aprendido a adecuarse y dejaban sus extravagancias hormonales en casa cada vez que se dirigían al instituto. Eran visos de una educación que se ha debido quedar obsoleta y rancia porque ni siquiera se vislumbran en los institutos andaluces a los que acuden los desempleados de más de 18 años dispuestos a sacarse el graduado escolar. Lo hacen porque el Gobierno andaluz les pagará mil euros si lo consiguen, es una medida para incentivar el estudio y aumentar la formación de su población, dicen. Los jóvenes sureños acuden ansiosos a las aulas esgrimiendo que en épocas de crisis ese dinero es necesario. Pocas palabras sobre si la formación es necesaria o no, aunque a tenor de las cifras de desempleo en jóvenes con estudios hacen mejor en callarse.  No puedo reprimir un ataque de ternura al verlos ansiar los mil “pavos”; vislumbro en la rayas que se pintan en los ojos ellas y en los pelos de punta de ellos la necesidad de ese dinero, casi con la misma inocencia con que yo aguardaba en Junio señalar con el dedo la pistola de agua correspondiente que lo mismo me caía, no si pasaba curso, pero sí si sacaba buenas notas. Y me dan pena porque no son conscientes de que falsearán las estadísticas del fracaso escolar con ellos y que con mil euros no llegarán ni a la vuelta de la esquina. Alcanzaba más el chorro de mi pistola de agua. Las mesas se les quedan pequeñas y las ilusiones tan mal puestas como los piercings en sus labios. Y pienso que esa educación es como el anuncio de “Desigual” en el que una chica esquelética quiere tirarse a su jefe. Pienso que eso no es un anuncio y que si lo viera Don Draper (aunque aficionado al sexo con subordinadas) se caería de espaldas. Y pienso que lo de Andalucía ni es dinero, ni es incentivación, ni es siquiera socialismo infiel o ladino, por lo que no puedo caer a sus pies como ante los de Draper. Y lo que es mucho peor, que tampoco eso es Educación porque la Educación, para saber recibirla, también hay que tenerla.

lunes, 10 de diciembre de 2012

El Gobierno está debajo de un almendro


En la postguerra muchos de los teatros españoles se llenaron con las comedias de Jardiel Poncela; unos folletos colmados de personajes hasta los márgenes y con un humor que era, en parte, muy superfluo y frívolo. Requerir tantos actores y tanta risa inane tenía un doble propósito: dar de comer al mayor número de actores posible y que la gente tuviera un rato de superficialidad en el que reírse abiertamente cuando el señor García moría repentinamente o cuando cuatro vidas enloquecían por dejar de envejecer. Al salir a la calle el espectador se encontraría con un panorama de hambre y estrechez, un problema que había podido olvidar por un momento en la aparente frivolidad de las tablas.
Nuestro Gobierno, centrado en nosotros, como bien anunciaron, y muy cercano a la realidad española, ha sido consciente de que los españoles ya no vamos al teatro, algo que la gente en la postguerra se podía permitir, y en todo un alarde de buenos sentimientos nos han acercado esa dosis diaria de frivolidad a través de sus propios Ministros. Los tirabuzones de una cateta vallisoletana que se baja a trabajar como si fuera de boda, el perfume de su laca, los rezos de la beata Fátima pidiendo que se aplique con ligereza su propia reforma laboral, el ministro Wert que -en una demostración digna de un machito de pelo en pecho de la derecha española- se compara con un toro, Cospedal “Slim fit” iluminándonos a todos diciendo que los votos de CIU habían pasado a ERC siguiendo el mismísimo procedimiento de los vestidos vaporosos de Soraya en Vogue, devenidos en peinetas. La última en unirse al club ha sido la Secretaria de Inmigración, que ha revisitado Cocodrilo Dundee diciendo que los jóvenes emigramos debido a nuestro espíritu aventurero.
No puedo evitar imaginármelas a todas ellas en el vestidor de su casa, igual que en un escenario pero delante del espejo, pasando del liguero a la peineta y de la falda corta a la mantilla, como aquellas actrices de postguerra que tenían que cambiarse de ropa entre bambalinas. En un arrebato de mezclar escote con rosario se miran al espejo y dicen algo así como “era un gasto innecesario” o “no podemos pedir sacrificios a la Iglesia, con la que está cayendo”. Y entonces sonríen picaronas mientras besan el espejo y coquetonas tiran de laca y tirabuzón -demostrándonos que como mejor están las ministras es con patatas- mientras ellos, bravucones, se dan una palmadita orgullosa después de afeitarse la dura barba de íbero neoliberal.  Ya que nos reímos con los dos y que los dos son aparentemente frívolos, por favor, que alguien despierte a Poncela y que nos gobierne. Al menos él, en la medida de sus posibilidades, sabía maneras para dar de comer a la gente.


jueves, 15 de noviembre de 2012

Sordera


Recuerdo una película de Querejeta, ambientada en un barrio popular de Madrid, protagonizada por una familia disfuncional y con apuros económicos. Eran finales de los noventa y los problemas que sufría esa familia parecían ser un mal menor de la España del momento. Las grúas se alzaban en los skylines como símbolo de la recuperación de la crisis anterior, banderas del progreso. La inmigración era una señal de buena salud y nos permitíamos el ir dando por el mundo lecciones de transición y de democracia.
Si la familia de aquella película conservara hoy en día el estatus que tenía entonces su ventaja comparativa con el resto de el país sería mejor y su situación no sería tan mala. Pero Querejeta esto no lo sabía, como tampoco lo sabía esa generación que corrió delante de la policía en los setenta y que ayer se patearon Madrid con sus pensiones a cuestas y la pensión en el bolsillo.
Esa generación ha cocinado un Estado al que alguien le subió la temperatura del horno en cuanto se dieron la vuelta. Les ha dado como resultado algo raro: no es el resultado esperado y los ingredientes están tan batidos que resulta ya imposible diferenciarlos los unos de los otros, reconstruirlos, volver a ponerlos en orden y vigilar una vez más la receta para que nadie adultere el dulce final. Y ayer, abochornados porque sus nietos no pueden comer tal y cómo venía en el libro de cocina se lanzaron a la calle, enfadados, mordaces, pacíficos y bien organizados. Irreprochables. Los de arriba le deben a ellos el haber ascendido y se les ha olvidado. Multitud de familias, como aquella de Querejeta, tienen a gente así, porque en aquella familia había otro personaje supuestamente sordo –el abuelo- del que no sabemos si se acaba de enterar muy bien de lo que pasaba. Pues resulta que sí se enteraba. Y que los sordos eran otros.

domingo, 21 de octubre de 2012

Una fiesta.


            En uno de los suplementos comerciales que se distribuye con El País reseñaban que los vaqueros son una prenda “democrática”. No sé si los gallegos y los vascos que se dirigen hoy a los colegios electorales se pondrán la famosa prenda de algodón para ir a votar. Quizá esa sea la forma de que se sientan más cómodos a la hora de perpetrar su derecho constitucional.
Los partidos nunca perderán, ya serán capaces ellos de tirar de eufemismos relamidos para vender el resultado de una forma y otra. Todos ellos hablarán de la “Fiesta de la democracia” que parece suponer ir a votar una vez cada cuatro años y el resto de días padecer de forma pasiva los golpes de poder de aquellos que se creen legitimados por las urnas. La desilusión se ha extendido estos días en la población vasca y sobre todo en la gallega al igual que las aguas de un pantano; inundando poco a poco las viviendas, las calles, los bares, acabando con aquellos lugares que parecían seguros y confortables. Y como en una inundación todos se preguntan cómo llegó esa presa hasta sus vidas, en qué momento el oro de la democracia perdió su brillo o cuándo se le cayó el esmalte.
En vista del descenso de participación tan acusado es probable que los vascos y gallegos que leyeran el otro día El País se hayan puesto hoy unos vaqueros, quizá piensan que es lo más democrático que puedan hacer un día de elecciones. Al igual que cuando se sale con la ropa más cómoda que tenemos, con vaqueros probablemente, porque puede que no nos apetezca salir esa noche a una fiesta en la que el anfitrión acaba emborrachándose demasiado y estropeándole la fiesta de la que hablan todos los periódicos a los invitados.

sábado, 6 de octubre de 2012

La dulce vida


“¡Marcello! ¡Marcello!” Gritaba Anita Ekberg a Mastroiani metida en la Fontana di Trevi. Ella estaba empapada, en su cuerpo absolutamente despampanante, empapada en la grosera estupidez de su personaje de actriz malcriada y bobona. Y en aquella película de Fellini, Marcello entraba a la fuente y se acercaba a ella, completamente amilanado, hasta que la fuente se apaga de repente y es entonces cuando el público se percata del ruido insaciable que hacía el agua. Y Marcello volvía (no sabemos si en persona o en personaje), volvía en sí, y cogía a la rubia y sacaba a aquel monumento de ese otro de piedra.
A Mastroiani le costó una paliza, y a nosotros la fiebre de querer meternos en la fuente a sacar a alguien, o a hacernos los tontos y que nos saquen. Sin embargo hace mucho que no se puede, porque meterse en la Fontana di Trevi está seriamente penado, lo que le añade más morbo al chapuzón, si cabe, que el hecho de hacerle un homenaje póstumo a Fellini. Ahora tampoco se puede comer allí delante, yo lo he hecho, como tantos otros, aunque sí que podremos seguir tirando monedas para volver a la ciudad eterna, supersticiones y gastos innecesarios sí, claro. Y con ese engalanamiento que da el prohibir, esa sensación de poder que produce en las mentes que padecen gigantismo y que son por definición mediocres, aquí quieren extender esa absurda veda. Lo hacen para sentirse grandes, porque no lo son, para sentirse con una autoridad que moralmente pierden día a día. Para comprobar los hilos de su poder. Sólo son demostraciones de autoridad, absurdos levantamientos de voz. Es una berrea.
Porque comer en la calle ensucia, claro, pero vivir ensucia. Dentro de poco, si les dejamos, nos prohibirán también el cine y la literatura, para que no nos metamos en la fontana de Trevi a gritar el nombre de nuestro protector, fingiendo que somos actrices tontas. Porque en estas demostraciones de poder nos quieren quitar también la posibilidad de disfrutar, nos quieren quitar aquellas cosas que siempre han sido para las personas y no para la gente, para la clase media que les sustenta. A este paso, nos van a querer prohibir, también, la dulce vida.


martes, 25 de septiembre de 2012

Cuestiones de flotación


Las mejores confesiones siempre tienen lugar cuando a la relevancia de lo dicho le llegó hace tiempo la fecha de caducidad. Asalta entonces una especie de rencor, orgulloso y digno, dispuesto a no arar jamás en un terreno que ha quedado yermo, después de tanto cultivar, de tanto depender de él como única salida posible. Algo parecido le ha debido ocurrir a las jóvenes madres de familia cuando han leído las declaraciones de James Cameron sobre Titanic, donde viene a decir que cabían Jack y Rose en la tabla, que todo dependía de una cuestión de flotación. Con cierta nostalgia de su adolescencia estas mujeres habrán mirado el fotograma de los dos amantes agarrados al madero y habrán pensado que si el director llega a hacer esas declaraciones hace 15 años probablemente hubieran gritado histéricas, acordándose de la familia de Cameron, también de la de Kate Winslet.
Es lo que tienen los rescates ¿quién no recuerda el memorable momento en el que Liam Neeson se lamenta por no haber salvado a más judíos en La lista de Schindler?  Podía haber comprado alguno más vendiendo su anillo, por ejemplo. Sin embargo estas revelaciones tienen lugar cuando ya es demasiado tarde. A toro pasado es muy fácil darse cuenta de que siempre hubo más almas a las que se pudo salvar, que hubo recursos que se orientaron mal, que se reincidió en los errores. Que no se miró por quien se tenía que mirar, que se fue un poco egoista. Es el epílogo final de todas las historias en las que solo se salvan unos pocos, unos cuantos judíos, comprados por un supuesto nazi, que trabajan en una fábrica, o la niña rica del Titanic.  En la mayor parte de los casos sólo los grandes se dan cuenta de que se podían haber salvado más cosas del desastre. Los mediocres nunca son conscientes. Dentro de un tiempo nuestro actual Presidente del Gobierno dormirá tranquilo en su casa de consejero de estado tras volver a poner “Titanic” para rememorar viejos tiempos. No reparará que en la tabla cabían agarrados los dos. No hay flotación que valga.