No vi la final del mundial
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Discurso de navidad del Rey (2010) |
He de reconocer que frente a la independencia que dan los
caracteres poco gregarios o el sentirse ajeno a cualquier patria, a cualquier
generación, a un grupo, las personas que en algún momento rehuimos de los
grandes sentimientos a los que se nos considera inscritos de fábrica echamos de
menos ese sentimiento predeterminado, primario y medular que se nos supone y
que no tenemos.
Quizá no lo tengamos por una tara genética, por un fallo en
la percepción, pero en la mayoría de los casos no por cabezonería. Quiero
decir, que hemos intentado tener esta clase de sentimiento que nos hermana
automáticamente a alguien desconocido que pudiera ser nuestro mortal enemigo,
pero no lo tenemos, o al menos no lo tenemos en determinadas cosas. Así mucha
gente no lo tiene respecto a un partido político, no lo tiene hacia su país,
hacia su ciudad, hacia su barrio. Quizá no han sido educados o no han visto
formarse esas entidades que se acaban considerando propias, y en algunos casos
se les han inculcado que no tuvieran esas carencias desde pequeños, pero ha sido vano esfuerzo.
Es exactamente lo que a una minoría nos ocurre con el fútbol: de pequeños se nos
coloca delante del televisor –al lado de la hinchada adecuada, la buena- pero
no hubo manera de que aquellos hombres correteando de un lado a otro suscitaran el más mínimo interés. Cumplida la mayoría de edad lo intentamos por nosotros
mismos –justo en el momento en el que la prensa parecía solucionar los
problemas de España jugando a la pelota y la rojigualda se vendió como enseña de un
deporte incluso para republicanos- pero fui incapaz de no aburrirme ante las
andanzas de una selección que me resultaba indiferente. De modo que no es
cabezonería, lo he intentado y por eso me doy de morros una y otra vez con la
misma conclusión: el fútbol me aburre al igual que me aburre la burocracia.
Uno ya ha decidido no verlo ni siquiera por compromiso; con
desvergonzado desdén a una minoría nos desapasiona apasionadamente. Sin embargo
hay algo –no en los grandes, desde luego, no en los poderosos- en aquellos que
están acostumbrados si no al perder si al menos al no ganar. Se trata de una
solidaridad inútil, una alegría vacía, una sonrisa que se les cuelga unos días,
una euforia fugaz y tontorrona en los gestos de aquellos que, sin esperarlo y
años después, vuelven a ganar al que siempre les ha pasado por encima sin
planteárselo y por derecho propio. Se trata e volver a ganar al chulo del barrio. Es aquí cuando la
envidia tímida te asalta y te dice “ojalá pertenecieras a ellos, ojalá hoy te
alegraras con ellos como alegra una canción optimista a los fans de un
concierto, como alegra a un creyente oír hablar del cielo de los buenos”. Se trata de eso, es el precio de un concierto caro y marginal, de
la envidia hacia las cosas que no solucionan problemas pero que suponen la
alegría instantánea y social que tanta falta hace últimamente.
Enrique Llamas
@enriquegllamas
Enrique Llamas
@enriquegllamas