domingo, 22 de diciembre de 2013

Noruega


Nunca he tenido claro el límite que separa una mente abierta de la falta de personalidad, no alcanzo a ver la delgada línea que divide los territorios de los anchos de miras de aquellos que acaban haciendo siempre lo que corresponde a otros. No me gustan aquellas personas cerriles que cuando cambian de ciudad vuelven como si no hubieran vivido en ellas: parece que han recorrido sólo la calle que les lleva de su casa al trabajo, o a la universidad, sin haberse salido un centímetro de la acera. No sé para que se han ido. Tampoco soporto a aquellos que, al volver a su pueblo de origen, lo hacen completamente cambiados, mirando por encima del hombro, olvidados del lugar en el que crecieron, de la ropa que vestían antes, cargados de expresiones que no pronunciaban y mirando fotografías viejas con el gesto torcido.
En ocasiones es muy fácil colocar a los emigrados (de ciudad o país) en uno de estos dos grupos, pero muchas otras veces los que nos hemos ido reconocemos en nosotros mismos  permeabilidades al lado de bastiones del tiempo pasado. Nunca sabemos hasta dónde nos hemos dejado comer terreno o si es que simplemente lo hemos abonado mejor. Tampoco cuánto hemos renunciado a nosotros mismos o si lo que hemos hecho ha sido encontrarnos, reconocernos en otros usos. Este pensamiento nos asalta de vez en cuando y, puliéndolo, llegamos a la conclusión de que nos hemos hecho mejores, más reconocibles en las cosas que vamos cogiendo de aquí y de allá, de viajes, amistades, libros que no hubiéramos leído en otros lugares, trabajos que no imaginamos, costumbres que antes pensábamos no asumir… dirán que no tenemos personalidad y que otros barrios nos han cambiado, y yo pienso “algunos barrios, no todos”
Uno se puede ir, y con un poco de inteligencia también se puede hacer a sí mismo.
Los arrebatos nacionalistas de los salvapatrias intentan llevar a la población por lugares comunes de fácil tránsito, en un arrebato en el que se finge evitar evacuar el barco que hace aguas. Nos dicen que lo de aquí es lo mejor, lo más válido, aquí hemos nacido y somos irresolublemente así. Lo único que consiguen estos redentores es cerrar las compuertas de las miras, que nos regodeemos en aquello que puede estar mal o no, pero que no nos va a sacar de la desastrosa situación de nuestro país. Refugiarse en que en aquí se cocina para tres y comen quince es asumir que no vamos a ponernos a cocinar para quince, celebrar que somos los que más aguantamos de fiesta es un orgullo macho y primario.
Se trata de la ceremonia de imposición de una venda que nos permite vivir en la feliz ignorancia del no saber, o no querer saber, qué ocurre. Esta venda nos permitiría ser como ellos, como los que mandan, como los que intentan imponer una ley que no va a evitar que se pare de producir lo que ellos consideran asesinatos. Porque se producirán exactamente los mismos pero en peores condiciones, o en ese de pronto repudiado extranjero. Me pregunto si con alegría también pretenden que asumamos la moral que propugnan. Quizá la forma de evitar estos supuestos asesinatos sería atacando el problema desde la base: con políticas de género e información, porque se les olvida algo: a la abortista tampoco le hace gracia abortar.
Decir que somos así, que sólo hay una moral asumible y que no se puede cambiar nos lleva a resignarnos para esquivar posibles soluciones, a asumir que vamos a combatir la pobreza con alegría, a volver a la autarquía. Qué quieren que les diga, yo que he renunciado a muchas cosas por otras mejores estaría encantado de asistir a una feria donde fijarme en las soluciones de los demás, donde poder asumirlas y adaptarlas a nosotros mismos. Yo que soy un permeable. A lo mejor hacerse es la solución.