Noruega
Nunca he tenido claro el límite que separa una mente abierta
de la falta de personalidad, no alcanzo a ver la delgada línea que divide los
territorios de los anchos de miras de aquellos que acaban haciendo siempre lo
que corresponde a otros. No me gustan aquellas personas cerriles que cuando
cambian de ciudad vuelven como si no hubieran vivido en ellas: parece que han
recorrido sólo la calle que les lleva de su casa al trabajo, o a la
universidad, sin haberse salido un centímetro de la acera. No sé para que se
han ido. Tampoco soporto a aquellos que, al volver a su pueblo de origen, lo
hacen completamente cambiados, mirando por encima del hombro, olvidados del
lugar en el que crecieron, de la ropa que vestían antes, cargados de
expresiones que no pronunciaban y mirando fotografías viejas con el gesto
torcido.
En ocasiones es muy fácil colocar a los emigrados (de ciudad
o país) en uno de estos dos grupos, pero muchas otras veces los que nos hemos
ido reconocemos en nosotros mismos
permeabilidades al lado de bastiones del tiempo pasado. Nunca sabemos
hasta dónde nos hemos dejado comer terreno o si es que simplemente lo hemos
abonado mejor. Tampoco cuánto hemos renunciado a nosotros mismos o si lo que hemos
hecho ha sido encontrarnos, reconocernos en otros usos. Este pensamiento nos
asalta de vez en cuando y, puliéndolo, llegamos a la conclusión de que nos
hemos hecho mejores, más reconocibles en las cosas que vamos cogiendo de aquí y
de allá, de viajes, amistades, libros que no hubiéramos leído en otros lugares,
trabajos que no imaginamos, costumbres que antes pensábamos no asumir… dirán
que no tenemos personalidad y que otros barrios nos han cambiado, y yo pienso
“algunos barrios, no todos”
Uno se puede ir, y con un poco de inteligencia también se
puede hacer a sí mismo.
Los arrebatos nacionalistas de los salvapatrias intentan
llevar a la población por lugares comunes de fácil tránsito, en un arrebato en
el que se finge evitar evacuar el barco que hace aguas. Nos dicen que lo de
aquí es lo mejor, lo más válido, aquí hemos nacido y somos irresolublemente
así. Lo único que consiguen estos redentores es cerrar las compuertas de las
miras, que nos regodeemos en aquello que puede estar mal o no, pero que no nos
va a sacar de la desastrosa situación de nuestro país. Refugiarse en que en
aquí se cocina para tres y comen quince es asumir que no vamos a ponernos a
cocinar para quince, celebrar que somos los que más aguantamos de fiesta es un
orgullo macho y primario.
Se trata de la ceremonia de imposición de una venda que nos
permite vivir en la feliz ignorancia del no saber, o no querer saber, qué
ocurre. Esta venda nos permitiría ser como ellos, como los que mandan, como los
que intentan imponer una ley que no va a evitar que se pare de producir lo que
ellos consideran asesinatos. Porque se producirán exactamente los mismos pero
en peores condiciones, o en ese de pronto repudiado extranjero. Me pregunto si
con alegría también pretenden que asumamos la moral que propugnan. Quizá la
forma de evitar estos supuestos asesinatos sería atacando el problema desde la
base: con políticas de género e información, porque se les olvida algo: a la
abortista tampoco le hace gracia abortar.
Decir que somos así, que sólo hay una moral asumible y que
no se puede cambiar nos lleva a resignarnos para esquivar posibles soluciones,
a asumir que vamos a combatir la pobreza con alegría, a volver a la autarquía.
Qué quieren que les diga, yo que he renunciado a muchas cosas por otras mejores
estaría encantado de asistir a una feria donde fijarme en las soluciones de los
demás, donde poder asumirlas y adaptarlas a nosotros mismos. Yo que soy un
permeable. A lo mejor hacerse es la solución.