lunes, 3 de junio de 2013

Niebla

Don Miguel de Unamuno
Sería injusto decir que como un humano lloraba Orfeo la muerte de Augusto Pérez,  aunque así lo hiciera. Sería injusto porque Orfeo era perro en su más inmensa perritud, un perro de cuatro patas, un ser canino al que don Miguel de Unamuno otorgó –como Dios que sueña- la escucha más humana y la capacidad más honda del dolor, que no es otra más que llorar en el momento mismo de la muerte, cuando aún no te ha dado tiempo a experimentar la ausencia.
Augusto Pérez había querido suicidarse, por eso fue a ver a don Miguel a Salamanca, pero don Miguel –a quién debía la vida- no se lo consintió aunque tuviera pensada para él la muerte en alguna otra forma. Quizá tanta desesperación impidió a Augusto ver que Orfeo le había escuchado constantemente, que le había entendido.”¿Me entenderás? –me decía- Y, sí, yo le entendía” se lamenta Orfeo ante el cuerpo inerte, blanco, de su dueño.
Así, con esa hondura, nos lamentábamos unos cuantos ante las entrevistas a los expresidentes del gobierno, cadáveres inservibles incluso para participar del mundo de la carroña. Como humanos que somos –pensarán ellos que injustamente, porque creen que nos han soñado- los miramos, con las manos apretadas y sudorosas.

En ese momento, frente a sus autoexequias, entramos en particular monólogo interior : nosotros les escuchábamos y hubo un tiempo en que a algunos les creímos ¿me creerás? –nos preguntaban- Y, sí, nosotros les creíamos, mientras ellos nos hablaban hablándose y hablaban, hablaban, hablaban. Ellos, al hablarse así hablándose, hablaban a los perros que había en ellos. Nosotros mantuvimos despiertos su cinismo. ¡Qué hombrada nos han hecho! ¡Qué mujerada! ¡Se han creído, como Augusto Pérez, que tenían voluntad! ¡Si somos nosotros los que los soñamos! ¡No son más que personajes rebelados que quieren acabar con su autor! Y no, no, la literatura no es así ¡no nos sueñan ellos sino al revés y eso se nos ha olvidado! Ellos tienen que volver a casa de don Miguel a preguntarle si podían cometer este asesinato y el que han cometido contra ellos mismos, y nosotros les hubiéramos dicho que no, que como dioses pensantes no se lo consentimos, que eso nunca, que van a morir, como humanos que son, y que su muerte llegará cuando dejemos de soñarles.

Enrique Llamas
@enriquegllamas

lunes, 20 de mayo de 2013

No vi la final del mundial


Discurso de navidad del Rey (2010)

He de reconocer que frente a la independencia que dan los caracteres poco gregarios o el sentirse ajeno a cualquier patria, a cualquier generación, a un grupo, las personas que en algún momento rehuimos de los grandes sentimientos a los que se nos considera inscritos de fábrica echamos de menos ese sentimiento predeterminado, primario y medular que se nos supone y que no tenemos.
Quizá no lo tengamos por una tara genética, por un fallo en la percepción, pero en la mayoría de los casos no por cabezonería. Quiero decir, que hemos intentado tener esta clase de sentimiento que nos hermana automáticamente a alguien desconocido que pudiera ser nuestro mortal enemigo, pero no lo tenemos, o al menos no lo tenemos en determinadas cosas. Así mucha gente no lo tiene respecto a un partido político, no lo tiene hacia su país, hacia su ciudad, hacia su barrio. Quizá no han sido educados o no han visto formarse esas entidades que se acaban considerando propias, y en algunos casos se les han inculcado que no tuvieran esas carencias desde pequeños, pero ha sido vano esfuerzo. Es exactamente lo que a una minoría nos ocurre con el fútbol: de pequeños se nos coloca delante del televisor –al lado de la hinchada adecuada, la buena- pero no hubo manera de que aquellos hombres correteando de un lado a otro suscitaran el más mínimo interés. Cumplida la mayoría de edad lo intentamos por nosotros mismos –justo en el momento en el que la prensa parecía solucionar los problemas de España jugando a la pelota y la rojigualda se vendió como enseña de un deporte incluso para republicanos- pero fui incapaz de no aburrirme ante las andanzas de una selección que me resultaba indiferente. De modo que no es cabezonería, lo he intentado y por eso me doy de morros una y otra vez con la misma conclusión: el fútbol me aburre al igual que me aburre la burocracia.
Uno ya ha decidido no verlo ni siquiera por compromiso; con desvergonzado desdén a una minoría nos desapasiona apasionadamente. Sin embargo hay algo –no en los grandes, desde luego, no en los poderosos- en aquellos que están acostumbrados si no al perder si al menos al no ganar. Se trata de una solidaridad inútil, una alegría vacía, una sonrisa que se les cuelga unos días, una euforia fugaz y tontorrona en los gestos de aquellos que, sin esperarlo y años después, vuelven a ganar al que siempre les ha pasado por encima sin planteárselo y por derecho propio. Se trata e volver a ganar al chulo del barrio. Es aquí cuando la envidia tímida te asalta y te dice “ojalá pertenecieras a ellos, ojalá hoy te alegraras con ellos como alegra una canción optimista a los fans de un concierto, como alegra a un creyente oír hablar del cielo de los buenos”. Se trata de eso, es el precio de un concierto caro y marginal, de la envidia hacia las cosas que no solucionan problemas pero que suponen la alegría instantánea y social que tanta falta hace últimamente.

Enrique Llamas
@enriquegllamas

lunes, 13 de mayo de 2013

Forrest Infanta


Tom Hanks interpretando a Gump 

La fotografía que aparece en la portada de El País del pasado miércoles consistía básicamente en un ataque de humor, una risotada pública de la realidad española, un azote en la cara que nos explica por qué las cosas no empiezan a cambiar, por qué se le consiente a la justicia el sentido de la vista. 
No se trata de un jarro de agua fría, es un cubo de aguas mayores y menores: “¡Agua va!” grita la fotografía. Se trata de la hija de nuestro Jefe de Estado, la hija del Rey, de la cabeza oficial del ejército, que se supone nuestra defensa. Cristina salía de su despacho de La Caixa sonriente tras conocer el levantamiento momentáneo de su imputación. Hace bien en sonreír, pero lo verdaderamente molesto no era ella. Lo verdaderamente molesto era la gente que sonreía desde detrás. Estaban encantados, y también esbozaban sonrisas, quizá intuyendo que iban a aparecer en portada el día siguiente.
Al igual que esas multitudes medievales que acudían a ver al Rey y pensaban que a través de él su Dios del siglo XII les irradiaba pureza, estas personas de siglo XXI se sentían importantes: una ósmosis no corpórea les llegaba aire través por estar cerca de Su Alteza. La sangre real les llegaba de tal forma que en ese momento la letra inicial de sus nombres propios se escribiría más mayúscula que nunca. Ella, Cristina, con su paso libre y resuelto de quien no tiene nada que temer les hacía más grandes con su imagen, les bendecía.
Por eso no pasa nada: porque da igual que nos roben, da igual que la justicia haga excepciones con ellos, da igual que la mayor parte del electorado actual no les haya votado. Es lo mismo. Porque si nos los encontramos por la calle sonreímos, ya que con su sola visión se nos hace importantes. Y les consentimos robar, consentimos que se rían en nuestra cara, les dejamos llamar a sus contactos en la justicia, les consentimos amantes amparados por el CNI, cacerías, que no prediquen con el ejemplo. Nos llegamos a poner incluso del lado del fiscal y pensamos que Cristina (pobre) tiene fallos de percepción y que no se entera del dinero que entra en su casa. Por eso, dadas sus aptitudes para la economía trabaja en un banco que (mira tú por donde) tampoco sabe por dónde entra o por donde sale el dinero. Bendecidos por su presencia nos ilumina Francisco y lo entendemos todo en un momento de inspiración divina: desde la situación de los bancos hasta la compasión de la justicia española en sus resoluciones con la gente de entendimiento más bien humilde.
Sin embargo, por mucho que lo hayamos entendido, hay algo que los españoles no llevamos nada bien, hay algo que no se nos puede hacer aunque nos lo haga el pobretón más buenazo y más corto del pueblo. Y es que habrá un día en que, en un alarde de esa campechanía que les acerca al llano, la monarquía y la clase política baje a la frutería para que veamos su proximidad y su contacto con la calle. Y se les caerá el hermanamiento con el pueblo cuando se cuelen a la hora de pedir un quilo de manzanas porque inconscientemente se consideren con derecho a hacerlo. Y no, que no lo hagan Sus Altezas, porque en ese momento, por mucho que irradien divinidad absoluta, por mucho que nos iluminen con la ternura del discapacitado, no se lo vamos a consentir. A un español no se cuela en la frutería ni el mismo Tom Hanks interpretando Forrest Gump.

Enrique Llamas
@enriquegllamas

martes, 7 de mayo de 2013

El nombre de los dioses


No hace falta refrescarle la memoria a nadie con el tema de Grecia y Roma. A quién más y a quién menos se le enseñó en el colegio que, por primera vez en la Historia, el pueblo conquistado pasó a ser el conquistador, y que –bajo el yugo administrativo de los itálicos- la religión griega (entre otras cosas) no solo no desapareció, sino que pudo pervivir y extenderse por todo el mediterráneo con unos resultados que no se habían conseguido con las colonias. Esto es algo que universalmente (antes y después de Cristo, en el Mediterráneo y en el Kilimanjaro) puede dolerle al conquistador: el gran bravucón bélico conquistado ante los encantos de un grupo de ciudades lejanas.
Sin embargo hicieron algo para que los contemporáneos no se dieran cuenta de lo que estaba pasando, para que no supieran que se les había metido el enemigo no ya en casa, sino en su vida. Así fue como decidieron cambiarle los nombres a los dioses: Zeus a Júpiter, Poseidón a Neptuno, Atenea a Minerva…
Con más o menos destreza los nombres de los dioses y de las cosas se han ido cambiando a lo largo de la historia, es en muchas ocasiones el último recurso para que la gente no asocie un concepto con la realidad. Así por ejemplo lo que ocurrió hace más de doscientos años un dos de mayo fue un levantamiento, no un escrache y aquel tema de la guerra civil fue rebautizado como cruzada. Se cambia el significante para que el significado parezca otro, para que no nos rebuzne la realidad en la cara. Así los cánceres son largas enfermedades y ya son menos cánceres o llevas la comida en un tupper y así ya parece que no vas al campo para comer de una tartera.
Tienen algo de romanos estos líderes nuestros cuando le cambian el nombre a las cosas. Algo de literatos cuando tiran del eufemismo para que no nos demos cuenta. Pero olvidan algo: que los primeros en acabar creyéndose su propia mentira son ellos mismos, al final siempre caen en manos de Afrodita y tienen que ir corriendo a la clínica Dator porque les han conquistado. Pero lo de ellos no es un aborto, es otra cosa.

martes, 16 de abril de 2013

Atletas, bajen del escenario



Constantino Romero
Hay algo de moderno en lo viejo *. Esta modernidad empezó más o menos en el momento en que la situación toreada se convirtió en torera. Las gafas enormes de carey claro, un cierto gusto por la faldas interminables y especial amor a los teléfonos con cable se han ido extendiendo de casa en casa, de temperamento en temperamento, para convencernos de que las modas son circulares y que la gomina puede ser un residuo de tu vida en el pueblo o todo un homenaje a “Mad Men”. Lo mismo ocurre con las ideas, que ahora son reflejo del exterior y no al contrario, como mandan los cánones del momento. Ahora mismo me dispongo a salir a pasear mis gafas de sol (wayfarer, por supuesto) y voy a comprarme lo último o lo más viejo, según cómo se mire. Porque a alguien, a alguien moderno y retro, a alguien vanguardista y vintage se le tiene que haber ocurrido fabricarlo. Y es que siendo Gallardón el adalid de la modernidad, alguien tiene que haber estampado en una chapa (o en pin, que es más demodé) su cara.
¡Qué innovación sepia! ¡Qué locura de mercado de segunda mano venido a más eso de que la monarquía es “una apuesta de la modernidad de la España” (oh, mi España) del siglo XXI! Gallardón nos engaña con su pelito bien cortado, con su carita debidamente afeitada porque, si miras más allá, verás a ese ministro hipster de Ipad parlamentario, camisa de cuadros y barbaza callejera. Una nota disonante cuya melodía del teléfono es una canción de los catalanes Manel. Ya decía yo que cada vez que le veía por la pantalla notaba los acordes de una guitarra vieja de fondo, concretamente a "Fa vint anys que tinc vint anys", por seguir con el mismo acento. No lo hemos sabido ver, no, porque al igual que es difícil entender que los relojes Casio son lo último es difícil entender que la infanta sea absuelta y el papel del fiscal tan valorado como no lo fue en el caso de Garzón. Porque en ellos, estimado público, en todos esos autos hay un aire de comida viejuna, de sonido a Janis Joplin que es precisamente el último “must” por ser viejo y polvoriento. No es otra cosa, muy señores míos, sino que el ministro “malasañero” ha revolucionado la justicia y la ha puesto a la altura del vintage siglo XXI. Es culpa nuestra no verlo. Nuestro el pecado.
Así, ahora algunos pocos pasean tranquilos por sus jardines. Son ellos, los vanguardistas, los que han sido salvados por un nuevo movimiento novísimo encarnado en Gallardón. Sus madres, sintiéndose como la madre de la Pantoja, están relajadas porque sus collares de perlas interminables han vuelto a estar de moda. Pero repito que, como en toda moda, al principio esto no se entiende ¿cómo se va a llevar de nuevo el bigote? ¿cómo la inviolabilidad judicial de la gente que aparece por televisión si tienen el respaldo popular de la audiencia de telecinco, aunque hayan infringido la ley? Y no lo entendemos, pero un día te levantas y te pones esa chaqueta de tu abuelo, ese leotardo de postguerra, esa sentencia absolutoria. Y te ves bien con todo encima porque te has acostumbrado, está en la calle, es un “must". 
No es sino lo que se debe hacer y ahora formas parte de ello. 
Te has subido a su escenario.

*El título de este artículo hace referencia a la frase pronunciada por Constantino Romero en la clausura de los Juegos Olímpicos de 1992. También a un disco publicado, este mismo año, por el grupo catalán Manel.

Enrique Llamas
@enriquegllamas

lunes, 8 de abril de 2013

Tiempos verbales


La dama de hierro

Me podría obligar a negarme a vivir en un país que se desmorona por dentro al igual que se acaba con el interior de los edificios históricos de Madrid. Me podría negar a vivir tras una fachada de sol y playa. Me podría negar a que manipulen las opiniones de mi generación. Por negarme me podría negar también a ver cómo desde arriba se acaba con la cultura poco a poco, en una larga y penosa enfermedad.
Si me abstraigo y me concentro conseguiré, en ejercicio que me evada de mi entorno, de objetivizarme a mi mismo, exento de todo marco, negarme a todo eso como un niño empecinado en no comerse las verduras. Pero arriba he usado el tiempo condicional y a mis frases les faltaba la condición necesaria: me negaría si no fuera español. Pero soy español y, aunque me niego a que ocurra lo que está ocurriendo mis esfuerzos son inútiles. Al igual que el niño acabaré comiendo la verdura si no es para cenar para desayunar, sino es para desayunar para comer, y así en bucle finito hasta que el hambre te haga tragar cosas de las que prefieres no conocer el sabor. Cierras los ojos y notas como una bola fría e insípida se abre paso dentro de tu cuerpo, dejando un rastro desagradable en la memoria.
Sin embargo hoy, leyendo las noticias sobre la muerte de Margaret Thatcher lo he vuelto a hacer, porque en algún momento la condición se derrumba y vuelves a la negación pura: me niego a que entierren a los políticos de este país llenos de honores, me niego a un funeral de estado, me niego a bajar una bandera a media asta. Me niego porque las banderas deberían estar ya de capa caída gracias a ellos. Y aquí el tiempo condicional pierde el sentido y, cuando lo pierde, cuando te niegas, es cuando empiezas a conjugar el tiempo futuro.

lunes, 1 de abril de 2013

Lo pequeño


Municipio asturiano de Cudillero.
La situación actual nos está dejando acostumbrados a cosas grandes que nos van dando de sí el pensamiento de tal forma que, cuando queremos comprender algo pequeño, nos baila en la cabeza la nimiedad, dando tumbos dentro de un cráneo que se ha quedado grande como un jersey irresolublemente gastado. Habituados a grandes cifras (el paro, la deuda, la corrupción, el dinero robado o los sueldos de los grandes puestos en los bancos) nuestros sesos ya no son capaces de ver los números enanos, las pequeñas cantidades, los datos corrientes que sin embargo son los más fáciles de entender y de atacar como problema de primaria.
Por eso deberíamos comprender que la democracia comienza su necrosis pestilente en una ciudad pequeña como Cuenca. No huele tantísimo como el ingente número de desahuciados, ni como las numerosas familias con todos sus miembros en paro. Pero es más fácil de entender, tan solo hace falta imaginarse que tu entorno más cercano (tu barrio, tu ciudad, tu pueblo) se ha quedado sin periódicos que te cuenten lo que ocurre en él, tapando así los ojos y los oídos de la población al control de los poderes públicos. Los conquenses ya no sabrán si se cumple la promesa de tapar el bache de la calle de al lado. En consecuencia, los hechos atroces que nos narra la primera película de Pilar Miró, "El crimen de Cuenca" (1979), podrán repetirse un siglo después y quedar impunes.
El mismo olor de los tejidos muertos, de los animales carroñeros, es el que viven los vecinos del municipio de Cudillero, Asturias. Un pueblo pesquero, inconfundiblemente asturiano. Sus habitantes se han dedicado a repartir flores en las calles de su pueblo para impedir el avance del hedor, pero sólo han conseguido ser denunciados por entrar a poner margaritas en su Ayuntamiento. Este olor putrefacto emana de su  ex-alcalde, Francisco González, diputado socialista en la Junta del Principado e imputado por presunto cohecho y exacciones ilegales. El actual alcalde, Ignacio Fernández, ha sido colocado en el puesto al igual que las inclemencias del tiempo o la ubicación de los yacimientos ya que no ha sido votado, al igual que ocurre con los accidentes del terreno, como las nubes y el carbón.
Y estos dos crímenes, que afectan a poca gente, que hablan de cosas pequeñas. ya casi no los entendemos porque nos han acostumbradoa pensar en cifras enormes. Sin embargo lo pequeño siempre fue reflejo de lo grande, de las cifras enormes, de los datos monumentales. Lo pequeño es causa y consecuencia de lo grande, lo podemos tocar con las manos. Nuestra es la decisión de usar paraguas contra lo que no se elige, nuestra la de contarlo.